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Adoctrinamiento y hembrismo

En la actualidad, pugnan dos tipos de feminismo. Uno preocupado directamente por la suerte de las mujeres. Y otro que se interesa más por la ideología que por el propio destino de la mujer en la sociedad. El primero es el histórico, el inquebrantable e inasequible al desaliento, que se remonta incluso al movimiento sufragista, mientras que el segundo ni siquiera atina con el concepto de fémina. Ambos están en lucha por ver quién triunfa, pero me temo que las que realmente están perdiendo la batalla son las mujeres.
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Desde el mismo instante en el que a la mujer se le hurta su identidad sexual surge el problema por lo que se establece en su lugar. Porque si el sexo desaparece del horizonte, con él también se elimina un condicionante biológico que separa la masculinidad de la feminidad en el sentido primario de la definición. Bien es verdad que la categoría llamada a sustituir la diferencia sexual ha sido el género, aunque éste, en vez de generar consensos, provoca conflictos insospechados hasta desdibujar lo que se intenta proteger o reconocer, es decir, la mujer y el tratamiento paritario con el hombre.

De este modo, el feminismo histórico aboga por la identidad sexual al contrario que el feminismo ideológico o de género. Y de este último quisiera hablar ya que, tras su definitiva incursión en las aulas, el efecto sobre las conciencias de los menores acerca de lo que es la igualdad y la lucha contra la discriminación entre sexos ha dado un giro muy peligroso. Cuando se programan actividades para que los chicos tomen conocimiento de la realidad feminista, el sesgo del mensaje que se traslada no siempre es el esperado, convirtiendo una necesidad manifiesta –la búsqueda de la completa igualdad entre el hombre y la mujer– en una trinchera ideológica con bandos enfrentados que termina por desvirtuar la esencia del movimiento. Discursos malintencionados, ajenos a la debida neutralidad doctrinal que se supone en un centro escolar, son los que promedian los pintorescos responsables de estas actividades, dejando en el ambiente la desagradable sensación de que se ha traicionado el objetivo principal de la enseñanza: educar y no manipular. Epígrafes como “masculinidades tóxicas”, como si no las hubiera entre algunas mujeres, o el más socorrido “todos los hombres son violadores en potencia” son claros ejemplos de una dinámica que alberga en su interior un evidente prejuicio. Y no deja de ser curioso, por no decir otra cosa, que se luche denodadamente contra la extensión de los estereotipos sexistas recurriendo a la creación de otros igualmente indeseables.

En ocasiones, son los alumnos los que sienten vergüenza por lo que escuchan en algunos talleres sin la posibilidad de manifestar una mínima disidencia so pena de que les califiquen de ignorantes o, aún peor, de portavoces de la prédica machista por alzar la voz en contra del descarado hembrismo del que son presas fáciles. En fin, pienso en mis chicos y evoco las palabras de Santiago Rusiñol: “La valentía es acostumbrarse a un peligro”. Y es cierto que nuestros hijos se están habituando a la manipulación y al discurso del odio donde deberían estar proscritos. Sin embargo, es una delicia observar que, cuantos más esfuerzos se invierten en la sumisión ideológica de los menores en el espacio educativo, más se fomenta el espíritu crítico entre la juventud de España.

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