Entre libros y lianas
Las nubes negras, que se cernían sobre los cielos de Durham, teñían el ambiente con una oscuridad triste y melancólica. El viento soplaba con fuerza, moviendo la canosa melena de un Tarzán ya entrado en edad. Tarzán vestía unos pantalones cortos y una camisa blanca, algo apretada, que mostraba que a pesar de su avanzada edad, mantenía su vigor juvenil. Él no era de llevar muchas prendas de ropa; seguía prefiriendo su taparrabo de piel de leona, que tenía un carácter simbólico que sólo los gorilas y Jane Porter alcanzaban a entender.
Tarzán no sentía simpatía alguna por los dolientes allí presentes. Parientes y amigos cercanos de Jane Porter hacían duelo, fingiendo una aflicción que no sentían. Ninguno de ellos había llegado a conocerla de la manera en la que Tarzán lo hizo.
Se avecinaba tormenta. Las nubes empezaron a rugir y los presentes querían acelerar el proceso. No querían mojarse.
…
Desde que dejaron la selva y se fueron a la ciudad, Tarzán se sentía asqueado. Lo único que le mantenía de buen humor era su esposa y su entusiasta pero despistado suegro. Tuvo que dejar atrás a su familia, para crear una nueva junto a la bellísima Jane. Sin embargo, lo que se encontró en la ciudad no fue de su agrado. A pesar de que era un mundo mucho más avanzado que la selva, dichos avances apenas tenían utilidad para él: la comunicación era instantánea, y por ello empezó a perder valor. Además, cada cual vivía centrado en sí mismo: lo más importante era el éxito individual.
Jean Porter le pintó a Tarzán una sociedad moderna, avanzada y sofisticada, y hasta cierto punto era cierto. Pero aquel universo carecía de familiaridad, cercanía y muchas otras ventajas que había disfrutado en la selva, como los juegos en la cascada junto a Terk, como aquellos cálidos achuchones de Kala, su madre adoptiva.
…
Las primeras gotas mojaron los sombreros de los presentes que, sin dudarlo, empezaron a dispersarse como pollos sin cabeza hacía sus vehículos. En un instante, Tarzán se quedó solo frente a la lápida. El otrora hombre mono se sentó en el suelo, junto al montículo de tierra mojada recién removida, que cubría el ataúd. Cerró los ojos, respiró hondo, y volvió a llenarse con el fragor de la naturaleza sacudida por la lluvia. Gozó al percibir el agua que se deslizaba por su ropa, el viento que le acariciaba la cara, la hierba que le brindaba un cómodo asiento. Y recordó el día en el que, cuando se balanceaba feliz, de liana en liana, haciendo piruetas en el aire, se topó con una hermosa mujer. Curioso, empezó analizarla desde las alturas. Lo que llamó su atención, además de aquellos bonitos ojos azules, fue el libro que la chica sostenía en las manos.
A las gotas de lluvia se sumaron sus lágrimas. Desconsolado, lo único a lo que aspiraba en ese momento era encontrarse entre libros y lianas, es decir, volver a encontrarse con Jane Porter.
Juan Pedro Delgado de Olmedo, ganador de la XIX edición de www.excelencialiteraria.com