La risa de una niña
Entré en la iglesia a escuchar misa, tal y como hago todos los domingos. Me senté junto a mi abuela y mi madre, como de costumbre. Mientras esperaba los diez minutos que quedaban para que fuesen las diez y media y comenzase la celebración, observé cada uno de los detalles que me rodeaban: quién llegaba, quién se iba, quiénes conversaban entre cuchicheos, las flores esplendorosas que decoraban el altar… Cada elemento de aquel templo era digno de contemplarse. Es cierto que me gusta analizar cada lugar en el que me encuentro, ya sea para aprender o para evitarme sorpresas desagradables. Y en aquella iglesia todo parecía lo habitual de una mañana de domingo, hasta que un pequeño gestó captó por completo mi atención: una sonrisa, pero no una sonrisa cualquiera.
Unos cuantos bancos por delante de mí, una niña de cinco o seis años jugueteaba distraída con algo que sostenía en las manos, pero que yo no alcanzaba a distinguir. Tardó poco en acercarse a su padre, para revelarle con gran ilusión lo que escondía entre sus dedos. Este, al ver que se trataba de un trocito de papel, alzó a la pequeña en el aire y la tumbó sobre sus piernas, robándole una dulce carcajada. Los ojos de la niña desbordaban alegría. La intensidad con la que miraba a su padre era conmovedora, así como el entusiasmo con el que él la sostenía. Pensé en lo sencillo que es hacer feliz a un niño, pero no porque estos se conformen con poco, sino porque saben valorar lo que realmente es importante. Su edad les permite ignorar los detalles secundarios que nosotros, adultos, nos empeñamos en subrayar. Su inocencia les permite disfrutar, brillar, ser estelas de felicidad.
¡Quién pudiera volver a percibir el mundo con esos ojos rebosantes de curiosidad, dejar de lado los miedos, las preocupaciones infundadas y el qué dirán! Ahora me doy cuenta de que no existe mejor descripción de la gente mayor que la que ofrece El Principito: los adultos no somos más que niños grandes que nos hemos olvidado de vivir, cegados por la ambición, engañados por la codicia de poseer bienes superfluos y por haber clavado la mirada en el futuro. Es decir, vivimos por lo que pueda ocurrir en años venideros y no por el presente.
Dejemos que los niños nos recuerden lo bonito que es la vida, las oportunidades que nos brinda, las sonrisas que arranca un simple trozo de papel, las risas que destronan cualquier silencio. Es hora de negarse a pensar en un futuro lejano, de darle protagonismo a cada segundo como si fuera el último. Sí; permitámonos el lujo de vivir.
Mientras giraba sobre sí misma y su vestido flotaba en el aire, la niña no paraba de reír. Se reía como si fuese la persona más feliz del mundo. Y lo mejor de todo, es que seguramente lo era.
María del Carmen García Lea, ganadora de la XIX edición www.excelencialiteraria.com