Desde mi estrella
A ochocientos quince millones de kilómetros, las cosas se ven diferentes. El Cosmos es un lugar muy grande y oscuro, donde nunca sucede gran cosa. O lo era antes de avistar la Tierra. Al principio solo veía una mancha azul. Con el tiempo, se fue definiendo hasta que se volvieron apreciables sus tonos verdes. Me acerqué más y más a aquel nuevo planeta, asumiendo el riesgo de estrellarme.
Entonces vi a los Magos.
Hacía días que no perdía de vista un rincón de aquel Planeta Azul, un pequeño pueblo donde las calles bullían de actividad. En mi estrella no hay pueblos, ni calles, ni actividad, porque allí solo existo yo.
Como decía, vi a los Magos. Y ellos también me vieron a mí desde sus telescopios. Por cierto, que cada uno de los tres tenía uno.
No supe cómo reaccionar, pues nunca antes había sido descubierto por un ser humano. Aunque la verdad es que tampoco nunca antes había llegado tan cerca de un planeta habitado.
Mi anhelo se desvaneció cuando mi estrella se alejó de ellos… hacia el desierto, en donde no hay pueblos, calles ni bullicio sino solo arena. Sin embargo, no estaba solo: una pareja de jóvenes recorría el mismo camino. Día tras día los fui observando y conocí sus nombres: José y María.
Cuando se detuvieron en una posada, me aventuré a echar un vistazo a mis espaldas. El desierto se extendía hasta donde alcanzaba mi vista. No obstante, algo captó mi atención. Entrecerré los ojos y tres figuras cobraron nitidez: eran los Magos, que se habían extraviado en su viaje.
Me asaltaron múltiples preguntas: «¿Me están siguiendo?». «¿Soy responsable de haberles mostrado la dirección que han tomado estos jóvenes?». «¿He empujado a esos personajes estrafalarios a que partieran de sus lejanos palacios?».
Les hice señas, pero no podían verme, pues estaba demasiado lejos y el sol eclipsaba mi luz. Entonces decidí prender todas las luces que llevaba en mi pequeña estrella (lámparas, guirnaldas decorativas, faroles e incluso algunas linternas) y crucé los dedos.
¡Me vieron!
Pasados unos días nos detuvimos en una aldea. Ignoraba si aquel era nuestro destino final o si sería otra breve parada para que los esposos recobraran fuerzas (de alguna manera, supe que estaban casados). Al caer la noche comprendí que habíamos llegado a la meta.
María y José llamaron a muchas puertas. Las callejas estaban abarrotadas de viajeros. No entendí entonces su urgencia por encontrar acomodo bajo techo, ya que durante el viaje habían dormido al raso.
En todos y cada uno de los lugares donde pidieron cobijo, les dijeron que no tenían sitio. Hubo una mujer que les ofreció el establo donde se refugiaban sus animales. José miró a su esposa y María asintió.
Cuando llegaron a la cuadra, él observó el lugar con desaprobación y negó con la cabeza.
—No puede nacer aquí —musitó—. ¿Has visto lo sucio que está?
—Es acogedor, y las bestias nos darán calor —respondió María con voz dulce—. Estaremos bien.
José tomó algunos maderos y empezó a adecentar una esquina de aquel lugar.
¿Quién iba a nacer? ¿Era aquel nacimiento el motivo por el que aquella noche no querían dormir al raso?…
De madrugada me sorprendió un llanto infantil. Volví los ojos al establo, pero estaba demasiado oscuro, así que encendí todas las luminarias de mi estrella. Además del matrimonio había un bebé recostado en un pesebre. Aquella escena me hizo sonreír.
Blanca Carrasco, ganadora de la XX Edición www.excelencialiteraria.com