Promesas por propósitos
–¡Cómo es posible que un 31 de diciembre no haya uvas en ningún supermercado! – exclamó mi madre mientras empujaba el carrito por la sección de encurtidos, herida como si la suerte se hubiera dado a la fuga.
Ciertamente se trataba de un problema logístico, pero no sé si la culpa la tienen los responsables de la sección de frutería o nuestras queridas viñas, que no dan más de sí.
Me he pasado la mañana recorriendo los supermercados del barrio en busca de las tan codiciadas frutas de la suerte, y en esta misión me he encontrado con señoras que se peleaban por llevarse las bandejas de langostinos, con niños que intentaban colar alguna tableta de Suchard en el carro de la compra y, cómo no, con los propósitos para el año nuevo.
Parece que el fin de año marca en nosotros un cierre de ciclo, al tiempo que abre un nuevo comienzo (soy de quienes opinan que la “vuelta al cole” es la que marca el verdadero comienzo de nuevas etapas). Por eso, sin que importe la edad de cada persona, ya sea en un papel, en el móvil o a modo de notas mentales… cada cual va construyendo su lista de propósitos para el año que aguarda.
En general, no solemos tener reparo en compartir nuestros objetivos con quien se cruza en nuestro camino. Esta mañana, sin ir más lejos, entre botes de aceitunas y latas de anchoas a mucha gente se le han escapado algunos de los más recurrentes: perder peso, hacer más ejercicio, dormir más, comer menos dulces, dedicar más tiempo a uno mismo, aprender a cocinar, leer…
Tal es la esperanza que depositamos sobre este tipo de propósitos, que han aparecido gurús que brindan unas tablillas de mandamientos para que podamos controlar el culto a estos dioses a los que decidimos consagrarnos. Pero el problema de los propósitos es que casi nunca los cumplimos, y el próximo 31 de diciembre recordaremos aquel libro que pedimos a los Reyes y nunca llegamos a acabar, la suscripción al gimnasio del barrio al que dejamos de ir a comienzos de febrero, etc.
Y no los cumplimos porque no son tan importantes como pensamos. Es decir, llega la Nochevieja y, en el fondo, no nos importa no haber comprado la masterclass de Martín Berasategui, sino que no hayamos pasado el suficiente tiempo con los abuelos, o que hayamos vivido trescientos sesenta y cinco días ensimismados en nuestras preocupaciones, sin molestarnos en saber de aquel amigo de la infancia.
Nunca he sido aficionada a los propósitos de Año Nuevo, pero creo que este 2025 sí que merece el cumplimiento de una promesa. Me explico; no sé si dentro de doce meses habré aprendido checo o si habré viajado a Tailandia, pero estoy segura de que habré dado más de un abrazo aun sin motivo, escuchado a los que me necesitarán, mirado a los ojos (aunque me vaya a costar) a todo aquel que me requiera, amado incluso sin sentirlo y sonreído frecuentemente a quienes se topen conmigo. A este año que empieza no le prometo mi mejor versión, sino la más entregada.
Tras cuatro horas de ardua búsqueda, al fin hemos encontrado las dichosas uvas. No sé si traerán nuestra suerte asegurada, aunque más les vale con todo lo que se han hecho de rogar. Lo único que les pido es que no me atragante con ellas entre campanada y campanada.
Julia Montoro, ganadora de la XIX edición www.excelencialiteraria.com