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Extra(té)rrestre

Ian Manuel Calleja OrtizMiércoles, 19 de marzo de 2025
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La nave descendió lentamente, sacudiendo las copas de los árboles mientras se acercaba al suelo. Se posó en el centro del jardín, en donde una niña jugaba a la hora del té. La pequeña estaba intrigada por tan extraño suceso, pero como sus muñecas estaban aguardando a que partiera el pastel, permaneció sentada y se comportó con los modales propios de una señorita.

Con un siseo se abrió la escotilla circular del vehículo espacial, y una figura alargada se dio a conocer a la luz del sol. El sujeto era de color terracota, con escamas y varios tentáculos que brotaban de su torso –allí donde a los humanos les nacen piernas y brazos–, con los que se arrastró en un zigzag a lo largo de la rampa, por la que descendió hasta llegar a la pequeña. Se detuvo frente a ella y le extendió una diadema metálica que la niña pensó que eran unos audífonos, así que decidió colocárselos en sus oídos. Al principio escuchó un ruido blanco, como cuando una radio intenta encontrar un dial, pero en cuestión de segundos se transformó en palabras. ¡Palabras en castellano!

—Me dirijo a usted, humana —escuchó a través del dispositivo, mientras el visitante espacial agitaba un tentáculo a manera de saludo.

—Hola —le respondió con asombro—. ¿Quieres acompañarnos a tomar el té?

Le indicó una sillita vacía entre el hada Sonrisa y la princesa Gomita. El extraterrestre demostró perplejidad, arqueando su único ojo, pero aceptó la invitación y se apretó entre los reposabrazos de plástico.

—Señorita —continuó el capitán—, podría aclararme si este es su reino.

—Así es. Yo soy la reina Rosa —le contestó con infantil solemnidad—. ¿Partimos el pastel?

Comieron pastel de chocolate con té de limón. Hablaron de política y de comercio interplanetario, así como de lo complicado que es hacer amigos en el jardín de niños.

—Creo que me tienen miedo… Dicen a mis espaldas que soy una chica rara.

—¿Rara?… Usted es perfecta a mi ojo. Y una espléndida anfitriona.

—Gracias, señor. ¿Se quedará mucho tiempo aquí?

—Pues, verá, esta es precisamente la razón por la que me han enviado a sus dominios —le contestó el alienígena—. Sabemos que en poco tiempo los terrícolas no necesitaréis más este planeta, así que me han encomendado preparar el terreno para desarrollar aquí nuestra civilización.

—Disculpe, pero… —la reina Rosa estaba confundida— ¿A qué se refiere con que no necesitaremos la Tierra?

—Majestad, ¿es que no lo puede ver? Su planeta está muriendo.

—¿Cómo?

—Al ritmo en que van las cosas, este lugar pronto será inhóspito para sus especies, que se extinguirán. Entonces nosotros podremos crear un nuevo ciclo de vida en este mundo, con la seguridad de que cuidaremos mejor de él.

La reina Rosa sintió sus pies descalzos sobre el césped del jardín y disfrutó del aroma de las flores que lucían a su alrededor. No quería que todo aquello terminara.

—Entonces, ¿qué podría hacer para evitarlo?

El capitán miró con ternura a la pequeña y le pasó un tentáculo por su mejilla.

—Piénselo: tendría que cambiar al mundo entero para poder salvarlo. Necesitaría la unión de la humanidad para conseguirlo, lo que no veo probable.

La niña se encogió de hombros.

—Así que no puedo cambiar al mundo.

—No.

—Pero, yo sí puedo cambiar.

El alienígena compuso una tierna mueca.

—Eso es verdad, majestad. Con su ejemplo, puede que muchos cambien para bien.

—Quizás no sea tarde —a la pequeña se le iluminaron los ojos—. Debo cambiar al mundo.

—¡Así se habla!

La niña volvió el rostro hacia sus tazas de juguete.

—Vaya… se ha enfriado el té —concluyó.

Ian Manuel Calleja Ortiz, 18 años (Guadalajara, México).

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