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¿Chiringuitos? Estrategia oportuna para frenar a las privadas

José Mª de Moya
Director de Magisterio
14 de abril de 2025
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La reciente decisión del Gobierno de exigir que toda universidad privada tenga un mínimo de 4.500 estudiantes ha provocado una tormenta en el sector. Aunque desde Moncloa se apresuran a repetir que no se trata de un ataque a las universidades privadas, lo cierto es que el presidente del Gobierno solo mencionó –y de forma despectiva– a estas instituciones, calificando a algunas de ellas de «chiringuitos», y lo hizo en plena campaña de matriculación. El daño reputacional ya está hecho, y muchas universidades lo van a pagar en sus cifras de nuevas matriculas.

Este señalamiento no es solo inoportuno, sino profundamente injusto. Muchas de las universidades privadas ahora cuestionadas fueron durante años centros adscritos a universidades públicas. Pagaban cánones millonarios para que estas últimas avalaran sus títulos. Mientras ese acuerdo existía, nadie osaba poner en duda su solvencia o calidad. Entonces no eran chiringuitos, eran centros universitarios validados y útiles para el sistema. ¿En qué momento dejaron de serlo?

Pero lo más grave es que se plantee un criterio numérico –4.500 alumnos– como si de una vara mágica de medir calidad se tratara. Hay universidades privadas que han apostado de forma valiente por titulaciones con poco tirón en el mercado pero con enorme valor cultural y académico: filosofía, filología, historia del arte… Nos llenamos la boca con la defensa de las humanidades, pero cuando alguien las defiende de verdad, le cerramos la puerta.

Otro de los criterios es la producción científica. En el mundo anglosajón, más consolidado en su diversidad universitaria, existen dos grandes modelos: las Research Universities, centradas en la investigación, y las Teaching Universities, centradas en la docencia. Las primeras lideran la producción científica. Las segundas, como St. Olaf College (Minnesota) y Amherst College (Massachusetts), aunque no cuenten con grandes fondos para competir en investigación, ofrecen una enseñanza de altísima calidad, centrada en el estudiante, y juegan un papel crucial en el acceso equitativo a la educación superior. No se las puede menospreciar.

Y si de calidad hablamos, quizá convendría también mirar hacia dentro y evaluar con honestidad la calidad de la docencia en la universidad pública: la atención al alumnado, la eficacia de los sistemas de tutoría, la puntualidad en las clases, la ausencia de profesorado sin justificar, el seguimiento personalizado o, simplemente, la masificación en las aulas. ¿Dónde está la vara de medir cuando estos incumplimientos vienen desde dentro?

España necesita un debate serio y sereno sobre el sistema universitario. Pero lanzar mensajes estigmatizantes, sin matices ni rigor, solo alimenta la desconfianza y daña a quienes llevan años contribuyendo –desde lo público y desde lo privado– a la mejora de la educación superior.

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