Gabriel Ginebra: “El Slow Learning evitará que la educación muera de aceleración”

Gabriel Ginebra propone con el Slow Learning frenar el ritmo de la educación para que fomente la atención y el asombro de los alumnos por el saber.
Santiago MataMiércoles, 30 de abril de 2025
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Gabriel Ginebra, teórico del Slow Learning.

Filósofo, doctor en organización empresarial y MBA por el IESE, Gabriel Ginebra Serrabou (Barcelona, 1962) aplica la Revolución del Slow Management con la metodología que denomina gestión de la incompetencia (ManagingIncompetence), expuesta en libros como Gestionar sin prisas o El japonés que estrelló el tren para ganar tiempo y lemas tan rompedores como: “Trabajar lo peor posible”, “Dirigir sin decimales” o “Delegar temerariamente”. Le entrevistamos para saber cómo aplicar ese pensamiento a la educación.

¿Frenar es necesario para aprender?

–Sí, para mí frenar no es tanto detenerse, sino más bien crear las condiciones para que algo suceda a su ritmo natural. Es decir, cuando vamos a tanta velocidad, no es que no aprendamos, sino que perdemos la capacidad de asombrarnos, nos quedamos en la superficie, perdemos lo esencial. Y el asombro es la raíz del aprendizaje profundo. No me refiero solo al conocimiento técnico, sino a ese saber que transforma, que arraiga, que vincula.

Cuando desaceleramos, mejora el ratio entre el buscar y el encontrar. Estamos más abiertos y definitivamente más creativos.

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El asombro es la raíz del aprendizaje profundo

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¿Y ese freno tiene que ver con el cuerpo también?

–Totalmente. El cuerpo es el primer lugar donde ocurre el aprendizaje. No es casual que muchas de las prácticas tradicionales de sabiduría –desde la oración hasta la meditación o el trabajo artesanal– impliquen una cierta lentitud, una relación con el ritmo natural de las cosas.

La cabeza, internet, cambia de lugar inmediatamente. Pero en la realidad integral de la persona, que es también corporal, se nota el lunes en la oficina el cansancio del fin de semana.

Hoy, en cambio, estamos hiperestimulados, fragmentados, dispersos. Eso se nota en las aulas, en los espacios de trabajo, en las familias, hasta en el coche en los segundos que tarda en ponerse verde un semáforo.

¿Cree que esta aceleración tiene que ver con la tecnología?

–En parte sí. Pero no se trata de demonizar la tecnología. Es una herramienta, como tantas otras. El problema es la forma en que la hemos absolutizado. En muchos discursos, la tecnología se presenta como una salvación, como una nueva utopía. Ahí es donde empiezan los problemas.

Es curioso cómo la mayoría de tecnologías, el ordenador por ejemplo, nacieron con la vocación de regalarnos más tiempo libre. Pero ha sucedido justo lo contrario, nos hemos embotado de ellas. Hay que tener espacios de Detox Digital, de desintoxicación, en los que conectar, reflexionar, rezar o mirarse a los ojos.

La inteligencia artificial, por ejemplo, es una de esas idolatrías modernas. No digo que no tenga valor, lo tiene. Pero la ilusión, la esperanza que se deposita en la IA es desproporcionada. Esta ideología del progreso no es nada nuevo. Viene de siglos atrás, desde la modernidad. Lo que pasa es que ahora se ha vuelto muy evidente. Y parece que el pensamiento crítico sobre la aplicación de la IA ha sido borrado del mapa. Creo que hay una intención detrás de esto.

Uno de los grandes problemas de la inteligencia artificial es precisamente su nombre. Se le dio un nombre equivocado. No hay tal “inteligencia”; hay gestión de información, recolección de datos, automatización de patrones. Pero ni conciencia, ni voluntad, ni juicio. Incluso desde el punto de vista cognitivo, es muy discutible que se le pueda llamar inteligencia. En comparación, el impacto que tuvo el ordenador, o incluso la máquina de escribir en su momento, fue mucho más revolucionario en la manera de trabajar.

Además, esta tecnología está desviando el debate social hacia una carrera por el último avance, por el último modelo, sin criterios éticos claros. Y lo que más me preocupa es algo que veo de forma muy inmediata: personas con las que trabajo están haciendo peor su trabajo porque creen que la IA puede hacerlo por ellas. No es que la IA las mejore; es que les está haciendo pensar que no tienen que pensar. Ya pasó algo parecido con Google.

Yo he dedicado muchos años a acompañar trabajos de fin de carrera. Antes, un estudiante tenía que redactar, pensar, hilar ideas. Ahora muchos se limitan a generar un texto con IA. Es decir, la media de la ignorancia se convierte en el estándar. Y si tú estás por debajo, te puede parecer una maravilla. Yo mismo, que no sé nada de Química, podría hacer un trabajo de fin de grado usando IA. Y claro, me habrá sido útil, porque estaba al nivel de mi ignorancia. Pero los que están llamados a tomar decisiones, a investigar, a escribir libros… se están diluyendo en una especie de papilla intelectual sin profundidad.

La IA, para tareas de secretaría, está bien. Puedes dictarle y te hace un resumen, unas transparencias. Hace cuatro cosas. Pero no puede hacer nada más. Y sin embargo estamos construyendo toda una narrativa mesiánica en torno a eso. La mayor parte de “expertos” sobre el tema defienden que la IA está a punto de tener conciencia. Algo que no tiene sentido ontológico.

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Muchos están haciendo peor su trabajo porque la IA les está haciendo pensar que no tienen que pensar

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Y este proceso de desacoplamiento con la realidad, ¿también lo ve en los jóvenes?

–Absolutamente. Hay un intelectual que sigo desde hace tiempo, Vicenç Villatoro, que contaba una anécdota muy significativa. Viajaba en coche con alguien por una zona de montaña en el Priorat. Carreteras estrechas, muchas curvas. De pronto, la persona que lo acompañaba miraba su móvil y decía: “¡Aquí hay curvas!”. Como si lo descubriera, pero iba mirando por el GPS. Cuando, claro, si hubiera levantado la vista, lo habría visto con sus propios ojos. Es un ejemplo brutal de cómo hemos desplazado la realidad hacia su representación.

Yo lo llamo la inversión del fondo de pantalla. Antes, el fondo era lo accesorio, y el escritorio era lo que importaba. Ahora, la realidad se ha convertido en el fondo. Mis hijos entran en casa con los cascos puestos, hablando con alguien del otro lado del mundo. Yo, su padre, me convierto en un obstáculo visual, en un fondo de pantalla molesto. Esto tiene un impacto tremendo, por ejemplo, en el orden de las habitaciones. Porque el orden mental ya no está anclado en la realidad física, sino en la virtual. Sus escritorios digitales están más organizados que su propia ropa.

¿Cuál es su propuesta para la educación?

–Hay que reconectar con el cuerpo, con la realidad inmediata. Esto no es nostalgia; es una necesidad educativa. Catherine L’Ecuyer habla de educar en el asombro y educar en la realidad. En su primer libro ya lo anticipaba. Tenemos que pedir perdón a una generación a la que hemos maleducado con pantallas. Ella defiende, como otros expertos, que hasta los 18 años los adolescentes no deberían tener acceso al smartphone. Es una medida radical, sí. Pero quizás necesaria si queremos recuperar la atención, la presencia, el aprendizaje profundo.

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Tenemos que pedir perdón a una generación a la que hemos maleducado con pantallas

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El sistema educativo ha ido creciendo en complejidad y burocracia, pero sin necesariamente mejorar, ¿como el mundo empresarial?

–Lo que veo en ambos mundos, el educativo y el empresarial, es una obsesión por cuantificar, por medirlo todo, por establecer métricas que a menudo no tienen ninguna relación real con lo que dicen medir. Esto es lo que yo llamo pseudoprecisión. Hay informes de quince páginas sobre un niño que podrían haberse resumido en media, pero se llenan de gráficos y escalas que no significan nada. Es el síndrome del TMI —Too Much Information—: para que alguien no entienda algo, dale toda la información del mundo.

Hay un ejemplo muy claro que me pasó con mi propio hijo. Le hicieron un test de preferencias vocacionales y recibimos un informe extenso, lleno de cuadros y escalas, y al final lo único que destacaba era el deporte. Lo que pasaba es que en su cabeza solo tiene el fútbol.

Utilizamos un lenguaje recargado que nos oculta la realidad, que nos dificulta el diagnóstico y la acción ulterior. Todos parecemos políticos: decimos muchas palabras que no dicen nada. A pocos días del apagón eléctrico del 28 de abril, esto está más patente.

La cantidad de datos no aporta claridad, sino confusión. Y en educación eso es gravísimo. Los profesores tienen que rellenar formularios muy complejos, lo que les impide centrarse en transmitir unos mensajes básicos y directos, y en su medio oral.

¿Tiene que ver esto con lo que llama “el barroco”?

–Exactamente. Es una idea que desarrollo en mi libro El Japonés Que Estrelló El Tren Para Ganar Tiempo. El barroco es esta tendencia a crear sistemas complejos que nos alejan de la realidad. Rujiro Takami, que así se llamaba el maquinista, aceleró para recuperar unos segundos respecto de una planificación. Perdió de vista que tenía en sus manos más de 400 pasajeros (141 murieron). Algo parecido pasó con el accidente del tren en Santiago de Compostela. El conductor estaba consultando el móvil y triplicó la velocidad permitida.

En lugar de evaluar con sentido, creamos estructuras burocráticas, de evaluación, de planificación, que sólo sirven para justificarse a sí mismas. Y para beneficio de los burócratas internos y externos de las organizaciones.

Algunos de los libros más vendidos de Ginebra.
Algunos de los libros más vendidos de Ginebra.
La nueva ley educativa en España apuesta por evaluar por competencias en lugar de notas numéricas, ¿no es un paso en la dirección correcta?

–Lo era. La intención era buena: dejar de ver el aprendizaje como algo cuantitativo, verlo como habilidades. Pero han acabado también convirtiéndose en una supuesta ingeniería del aprendizaje, que no responde al aprendizaje real. ¿Qué puede significar que la empatía de alguien es de grado 6?

Llega el macrosistema —que tiene algo de diabólico—, el dominio de los cabezas cuadradas, y traducen las competencias a escalas numéricas. Una directora de recursos humanos de un banco me preguntaba si los niveles de competencia que habían definido tenían una progresión lineal o cuadrática. ¡Pero qué estamos haciendo! Estamos convirtiendo habilidades humanas en álgebra. El lento y complejo proceso del aprender –con sus inteligencias múltiples–, interpretado en una dimensión cuantitativa, sumable, unificadora.

La complejidad de la evaluación nos aleja de la esencia de la educación. Recuerdo un jubilado que estudiaba historia por placer, y cuando el profesor dijo que no habría clases, ni examen, ni obligación de asistencia por la COVID, se fue a hablar con él y le dijo: “No, yo no quiero que me regales el aprobado. Yo quiero aprender”. Esa anécdota me marcó. ¿Cómo puede ser que, si ofreces a los alumnos certificado sin aprendizaje, o aprendizaje sin certificado, la mayoría escoja el certificado?

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¿Cómo puede ser que, si ofreces a los alumnos certificado sin aprendizaje, o aprendizaje sin certificado, la mayoría escoja el certificado?

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Es como si la carcasa se hubiera comido el contenido…

–Sí. Y eso genera una sobrecarga brutal. Es aquí donde entra el movimiento slow. El libro Elogio de la lentitud, de Carl Honoré fue el que popularizó el movimiento. Curiosamente, su segundo libro, también muy bueno, trata sobre educación. Él no era un especialista en educación, pero vio clarísimo que el slow es aplicable a ese ámbito.

Y hay otro libro menos conocido que me impactó mucho: Gracias, Finlandia. Lo escribió Xavier Melgarejo, un profesor de escolapios que ya murió de cáncer. Él viaja a Finlandia, para fundamentar su tesis doctoral, buscando la clave del éxito de los altos índices PISA en ese país. Y allí descubre una educación slow. Pocas horas de clase, sin deberes, apenas exámenes. Curriculums muy ligeros. Son el país de la OCDE que más tarde empieza a enseñar a leer a los niños y donde alcanzan unos índices más altos de comprensión lectora.

Allí entienden que mejorar el sistema no es sobrecargarlo, sino ir en dirección contraria. Habla de dirigir sin decimales, de cómo los decimales despistan: decir que la comprensión lectora de tu hijo es un 7,3 es absurdo. Eso no mide nada real. El conocimiento de un idioma no se puede rellenar como una botella.

Libro de Xavier Melgarejo recomendado por G. Ginebra.
Libro de Xavier Melgarejo recomendado por G. Ginebra.
Es una crítica muy fuerte a cómo entendemos la precisión.

–Sí, porque al final no es precisión, es pseudoprecisión. Y se aplica también a la gestión empresarial, donde los sistemas internos no se ajustan a la naturaleza de lo que quieren evaluar. ¿Tiene sentido medir la honestidad o la confianza, que son la clave del mando y también del aprendizaje?

¿Y cómo se puede salir de ahí?

–Con lo que Cal Newport llama Deep Work, o “trabajo profundo” (en castellano lo han traducido mal, titulándolo Céntrate) y que yo llamo los «Espacios Vermeer». No necesitamos más horas de trabajo, sino más horas de trabajo profundo. Si en una jornada de ocho horas tienes dos o tres de foco total en algo importante, ya está. El día ha valido la pena. Lo intento aplicar en mi vida. A veces, a las once de la mañana ya siento que el día está completo porque he resuelto algo esencial con concentración máxima.

Lo mismo vale para la educación. No hace falta añadir horas. Hace falta que las horas tengan sentido. La relación entre estrés y aprendizaje es inversamente proporcional: más estrés, menos retención. Y eso está muy estudiado. Por eso deberíamos hacer menos deberes, menos fraccionamiento, menos evaluaciones constantes. Con menos, se aprende más. Pero eso va contra el instinto del sistema, que cree que más es siempre mejor.

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Con menos, se aprende más. Pero eso va contra el instinto del sistema, que cree que más es siempre mejor

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Para un profesor que tiene que mantener la atención de 25 chavales, el silencio parece un enemigo...

–Sí, es cierto que el silencio puede resultar incómodo en ese contexto. Montessori propone la implicación activa de los alumnos. En la educación activa los estudiantes no solo participan, sino que se les involucra de manera más integral. De hecho, Catherine L’Ecuyer, quien está trabajando en este enfoque, está montando colegios en Madrid y Barcelona basados en el modelo Montessori y en la lectura de los clásicos. Crea una educación activa en la que los estudiantes discuten, piensan y participan sin necesidad de realizar tareas, apuntes y “deberes” como tradicionalmente estamos acostumbrados.

Eso implica una evaluación más cualitativa, ¿no? La forma en que se evalúa parece que condiciona mucho la enseñanza. ¿Es eso lo que nos limita?

–Exactamente. El sistema actual de evaluación está basado en exámenes de registro cuantitativo. Es más fácil corregir algo numérico, los alumnos no protestan las notas. La forma de evaluar determina la forma de enseñar, y no al revés.

El exceso de exámenes estresa al alumno y a su familia. Consigue que el ritmo natural de clases ordinarias, en las que se produce un aprendizaje lento por continuidad, pierda importancia.

¿Qué propone entonces para mejorar la enseñanza y la estructura de las clases?

–Una idea sería dedicar bloques de tiempo más largos a un solo tema, en lugar de fraccionar las materias durante la semana. Esto permite una mayor concentración en un área y un aprendizaje más profundo.

También es fundamental pensar en un enfoque más cualitativo de la educación, donde se busque generar una comprensión más completa en lugar de solo acumular conceptos. El sistema actual de la universidad, por ejemplo, ha fragmentado tanto los contenidos que los alumnos ya no pueden reconstruir su plan de estudios una vez que terminan. Al acabar sus estudios no les queda ni el mapa de su ignorancia.

¿Cómo implementaría esto en un aula con estudiantes jóvenes, que están tan acostumbrados a la inmediatez de las pantallas y las redes sociales?

–Es un desafío, sin duda. Los jóvenes están acostumbrados a la gratificación inmediata y su capacidad de concentración ha disminuido debido a la influencia de la tecnología. Un primer paso sería limitar el uso de los móviles y también realizar experimentos de desintoxicación digital. Por ejemplo, algunos colegios han probado a dejar a los estudiantes una semana sin móviles.

El objetivo es darles espacio para desconectar y aprender a concentrarse en una tarea por más tiempo. Los estudiantes aprenden a escucharse a charlas entre ellos, algunos a tocar un instrumento, o a observar la naturaleza. Es importante buscar actividades alternativas, como algunos colegios donde se juega a ping-pong en el patio, para fomentar la interacción.

¿Y cómo se podría implementar esto en el entorno universitario?

–Este modelo de «slow education» o desaceleración podría aplicarse a nivel universitario, con una estructura de clases más largas y menos fragmentadas. Con unos planes de estudios más orgánicos, que no sean una mera acumulación de issues. Las asignaturas esenciales pueden durar más de un curso con el mismo profesor. De esta manera, los estudiantes tendrían más tiempo para el aprendizaje de maduración, que es lo que necesitan las habilidades fundamentales.

Yo eliminaría todo el sistema actual de evaluación, reduciéndolo a un mero A/B/C, a un código semafórico. Nos estamos engañando. En las actas no aparecen los decimales. Hacer más exámenes orales. Muchos menos exámenes. Preguntas abiertas, exámenes con apuntes.

Desde el punto de vista del trabajo del profesor, se podría organizar el trabajo de forma más natural y menos burocrática. Eliminar todas las reuniones y las actas especialmente. Crear informes que se puedan leer, que digan cualitativamente lo único que es relevante.

¿Hay alguna estrategia en la gestión interna que pueda ayudar en este cambio educativo?

–Sí, es crucial aplicar principios de simplificación y enfoque. Por ejemplo, en lugar de tener reuniones con múltiples temas, podríamos hacer reuniones dedicadas a un solo tema, lo que permite una mayor concentración y eficiencia. Solemos poner tantos temas que no avanzamos realmente en nada. Las reuniones se han convertido en un sucedáneo de nuestro trabajo educativo. Como también la planificación, la definición, el control, el registro…

Además, es importante reducir la cantidad de correos electrónicos y mantener las comunicaciones más claras y directas. ¿Por qué no hacer un correo para cada tema? Conviene ir justo de reuniones, en frecuencia de las mismas, en el número de temas a tocar y de participantes, para que realmente sean momentos de avance. Hay muchas estrategias para simplificar procesos, como reducir la cantidad de informes, correos electrónicos o reuniones. Al final, la clave está en la preparación. Si te preparas bien para una reunión, puede que ni siquiera necesites hacerla, ya que todo estará claro.

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La clave está en la preparación. Si te preparas bien para una reunión, puede que ni siquiera necesites hacerla

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¿Es un error proponer a los chicos varias tareas a la vez, el multitasking?

–Sí, efectivamente. Si uno compara un restaurante con un menú fijo para cada día con un «all you can eat», es claro que comer de manera estructurada puede ser más variado y nutritivo. Lo mismo ocurre en el trabajo o en la educación: deberíamos centrarnos en una tarea a la vez, de manera que se pueda gestionar mejor el tiempo y la atención.

¿La idea es enfocarse en una educación que promueva la concentración y el pensamiento?

–Exactamente. Creo que el sistema educativo debería ser más enfocado y menos disperso. Por ejemplo, el concepto de exámenes sorpresa, donde los estudiantes no saben cuándo y de qué van a ser evaluados, podría evitarse. El aprendizaje real se logra repitiendo las mismas preguntas varias veces, para que se consoliden los conocimientos. Así que, en vez de hacerlo como una sorpresa, los exámenes deberían ser repetitivos, primero para medir el conocimiento inicial y luego para evaluar el progreso.

Esta repetición ayuda realmente a aprender. Me da pena ver cómo la carga educativa se ha vuelto más cuantitativa y menos enfocada en lo que realmente importa. He visto este desenfoque con mis propios hijos, y es algo que me preocupa.

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