Elogio del silencio en las aulas
No deja de ser menos cierto por obvio: vivimos en un mundo lleno de ruido. Lo sufrimos a diario. No es sólo el volumen de los televisores, los decibelios de las máquinas y en general todo lo que tiene que ver con la tecnología en las ciudades modernas. Nos referimos al exceso de ruido que conforman las palabras, esa verborrea incorregible, ese hablar demasiado sin ningún afán comunicador. Hemos llegado a un punto en que se confunde la fluidez verbal con la eficacia comunicativa. Y entonces es difícil entender nada. Y nada ni nadie se quiere entender.
Urge, pues, el silencio. Lo extrañamos. Es una queja y una demanda continua de los docentes. Y de ahí la relevancia del discurso del último académico en ingresar en la RAE, Juan Mayorga, cuyo título es precisamente ése, Silencio.
Hubo en la escuela una época anterior de silencios castradores. Es cierto. Recuerdo el miedo cuando entraba en clase el director de mi colegio. Su mera presencia acallaba. Era una escuela en que la expresión del deseo estaba prohibida. Pero no se refiere Mayorga a este tipo de silencio, sino justo a su contrario, al silencio creador e imprescindible para escuchar las palabras de los otros y poder pronunciar las propias. Un silencio armónico, revelador, reconfortante. Un silencio que nos permite distinguir las voces de los ecos y que la escuela, en su afán resistente, haría bien en recuperar.
"Urge, pues, el silencio. Lo extrañamos. Es una queja y una demanda continua de los docentes. Y de ahí la relevancia del discurso del último académico en ingresar en la RAE"
El teatro le ha enseñado a este dramaturgo a escuchar y a examinar lo que escucha, además de a trabajar en compañía: “Enfermo de teatro, vivo pendiente de lo que las personas hacen con las palabras y de lo que las palabras hacen de las personas”.
A un buen maestro le debería preocupar tanto como la palabra, los silencios que las envuelven. No se precipita entonces ni alza la voz para transmitir lo que pretende. El silencio obtiene así un valor rítmico y musical, teatral incluso; pues según Mayorga, el escenario (el aula no deja de serlo en muchos aspectos) es un continuo combate entre la voz y su ausencia, el silencio.
Qué extraño juntarse con un amigo para estar callados como acostumbraba a hacer Juan Rulfo. Pareciera hoy el silencio en este sentido una especie de afrenta. Y sin embargo sabemos que es la condición indispensable para pensar y pensarnos a nosotros mismos. Sin duda, muchos conflictos de convivencia en las aulas quedarían disueltos en ambientes donde el silencio respetuoso fuera la antesala del verdadero encuentro con el otro, lejos del ruido y de la furia. Porque el silencio simplifica y predispone en su afán por recuperar la esencia, la entraña de las cosas. El silencio es bello así, nos hace bien y, en consecuencia, inteligentes.
A un buen maestro le debería preocupar tanto como la palabra, los silencios que las envuelven. No se precipita entonces ni alza la voz para transmitir lo que pretende
Habla el recién nombrado académico de niños invadidos por la palabrería de los adultos. Niños sufridores de una especie de incontinencia verbal. Desconociendo los límites, ignoran las virtudes, las pausas aprendidas en el silencio, el espacio necesario para que broten los significados sin atropellarse, sin dar lugar a amalgamas de significantes carentes de sentido, un hablar por hablar vacío y, sin embargo, aturdidor e inquietante.
Y es que el silencio marca la pauta, traza los límites por los que discurrir. De ahí la falta de atención y cuidado puesto en las relaciones personales y la consecuente aceleración de los procesos de enseñanza-aprendizaje.
Un silencio que nace de dentro. Un silencio hecho de palabras para comprender y comprendernos. Palabras silenciosas que decantarán las vidas de nuestros alumnos y con las que construirán sus propios relatos más allá de las prisas y la fugacidad de las imágenes.
Porque donde no cunde el silencio, todo se torna efímero y precario.
«Elogio del silencio en las aulas»…
…y en la vida
Buen artículo!
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