Luces y sombras de la emergencia climática. Un desafío educativo
La Organización de Naciones Unidas señala el cambio climático como el mayor desafío de nuestro tiempo. En septiembre del año pasado, el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó la declaración del estado de emergencia climática en España, sumándose así a otros 20 países y multitud de gobiernos regionales y locales.
Los pronósticos más pesimistas auguran, de continuar el ritmo actual de calentamiento, un posible aumento de la temperatura media de la tierra a final de siglo por encima de 4 grados centígrados. El Acuerdo de París, alcanzado durante la Cumbre del Clima que se celebró en esta ciudad en 2015, y que entrará en vigor en 2020, establece como objetivo global la reducción de las emisiones de carbono, de tal modo que ese aumento se mantenga por debajo de los 2 grados centígrados –e incluso por debajo de 1,5– con respecto a los niveles de la época pre-industrial.
La Cumbre del Clima de Nueva York, celebrada en septiembre de 2019, propuso reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 45% en los próximos diez años y a cero antes de 2050. Esta meta requiere una transformación completa de las economías, adecuándolas a los objetivos de desarrollo sostenible, para lo cual el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, ha propuesto una serie de acciones prioritarias, entre las que se encuentra la movilización de fuentes de financiación públicas y privadas para impulsar la descarbonización. Uno de los compromisos adquiridos en París fue movilizar un fondo de 100.000 millones de dólares anuales a partir de 2020, que se revisará al alza a partir de 2025. Alemania ya ha anunciado este año un plan para combatir el cambio climático de 54.000 millones de euros.
Otra de las medidas propuestas por la ONU es la movilización juvenil, hoy representada en la figura de Greta Thumberg, quien ha cruzado el Atlántico en catamarán para acudir a la Conferencia sobre el Cambio Climático (COP25) celebrada en Madrid del 2 al 13 de diciembre pasado.
La Cumbre del Clima de Nueva York, celebrada en septiembre de 2019, propuso reducir las emisiones de gases de efecto invernadero un 45% en los próximos diez años y a cero antes de 2050
Si una de las claves para educar en la ciudadanía es enseñar a ejercitar el pensamiento crítico (lo que los anglosajones llaman critical thinking), parece razonable aplicarlo también a estas políticas. Precedentes similares de emergencias globales que a la postre no lo han sido, como los fallidos pronósticos de la superpoblación, invitan a un análisis más profundo. La convicción de la necesidad de la conservación de la naturaleza, entendida como la casa común, no implica necesariamente la asunción del leitmotiv del cambio climático sin ejercer también aquí un pensamiento crítico y contemplar la posibilidad de hipótesis incompletas.
No se trata de cuestionar el dato científico, avalado por más de 20 centros de investigación en todo el mundo, desde la NASA hasta la Agencia Japonesa de Meteorología, del incremento de la temperatura en la era post-industrial debido a la acción humana, en concreto a las emisiones de gases de efecto invernadero como el CO2, pero sí parece razonable poner estos datos en contexto.
Estos organismos cifran el aumento de temperatura en los últimos 140 años en 1 grado centígrado, acentuado en las últimas décadas y considerado como una anomalía en el marco de los ciclos naturales del clima.
Los cambios climáticos que se han venido produciendo en los últimos 65 millones de años de la historia geológica han sufrido oscilaciones de hasta 20 grados centígrados, dando lugar a las diversas glaciaciones. Dentro del Holoceno, el periodo posterior a la última glaciación, tampoco han faltado anomalías climáticas. En los últimos 2.000 años se han producido variaciones de entre 1 y 2 grados centígrados, desde el Periodo Cálido Medieval, en que los vikingos llegaron a Groenlandia (cuyo nombre en inglés es Greenland, tierra verde), al drástico enfriamiento posterior del hemisferio norte conocido como la Pequeña Edad del Hielo, que se prolongó entre los siglos XIV y XIX, y llegó a reflejarse en las temperaturas registradas en zonas de la Antártida.
Los cambios climáticos que se han venido produciendo en los últimos 65 millones de años de la historia geológica han sufrido oscilaciones de hasta 20 grados centígrados
Estos fenómenos se han estudiado a través de fuentes históricas y registros naturales, como el comportamiento de los glaciares, los sedimentos de los lagos y minerales contenidos en las aguas heladas, o los anillos de los árboles. Los estudios publicados apuntan a que fueron provocados por la sucesión de grandes erupciones volcánicas y a variaciones en la actividad solar, que pudieron desatar una reacción en cadena, afectando también a las corrientes oceánicas y disminuyendo las temperaturas durante siglos, como en el caso de la Pequeña Edad del Hielo.
En los años 70, los medios de comunicación alertaban del enfriamiento global del planeta y, aunque posteriormente se descartó esta hipótesis, en 2015 un equipo de investigadores de la Universidad de Northumbria en el Reino Unido dedicados al análisis de la actividad solar, anunciaron la posibilidad de una nueva pequeña Edad del Hielo entre 2030 y 2040, debida a un nuevo mínimo en la actividad solar, similar al Mínimo de Maunder ocurrido entonces, detectado a través del estudio de los cambios en la radiación electromagnética y las manchas solares. La revista Nature ha publicado en 2019 el estudio y las observaciones han sido confirmadas por la Universidad de San Diego y la NASA.
La necesidad de disminuir las emisiones de CO2 y evitar con ello el deterioro de la calidad del aire y sus efectos en la atmósfera resulta evidente. Sin embargo, el clima responde a muchas variables cuyo comportamiento, aún hoy, no se conoce bien. La incertidumbre sobre la influencia futura de factores que escapan a nuestro control, invita a preguntarse si la inversión de miles de millones de euros para frenar el aumento de la temperatura terrestre, no supone “poner todos los huevos en la misma cesta” relegando otros objetivos ambientales, como son una adecuada planificación del territorio que evite la fragmentación creciente de los ecosistemas, las necesarias inversiones en una mejor gestión del uso del agua, la restauración de espacios degradados, la conservación del paisaje, el tratamiento de residuos, la reforestación, u otros objetivos tanto o más importantes relacionados con el desarrollo de las comunidades humanas en situación de desventaja.
Por otra parte, es inevitable cuestionar la utilización ideológica de la emergencia climática, como antes lo fue la superpoblación, lo cual representa un motivo añadido de prevención. La promoción casi obsesiva del control de la población desde organismos internacionales, antes con aquel motivo y hoy con éste, está siendo impulsada sin disimulo por grupos de interés como la controvertida International Planned Parenthood Federation (Federación Internacional de Planificación Familiar), cuya filial norteamericana factura 1.900 millones de dólares anuales procedentes de este negocio. En la Cumbre celebrada recientemente en Nairobi, con motivo del 25 aniversario de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo (ICPD25), numerosas voces civiles, políticas y religiosas, incluyendo los principales líderes de las confesiones cristianas, musulmanas e hindúes de Kenia, alertaron de la utilización ideológica de las conferencias globales, que están subordinando a los intereses de estos grupos de presión el cumplimiento de los acuerdos originales, dejando de dar respuesta a los auténticos desafíos del desarrollo, como el acceso a una Educación de calidad, la reducción de la pobreza y la malnutrición, el abastecimiento de agua potable, las infraestructuras sanitarias, la lucha contra las enfermedades, la corrupción, el crimen organizado o el tráfico de personas.
Es inevitable cuestionar la utilización ideológica de la emergencia climática, como antes lo fue la superpoblación
A la luz de todo esto, cabe preguntarse si el cambio climático es realmente el mayor desafío de nuestro tiempo, cuando todavía hay situaciones como las descritas que suponen, hoy y ahora, innumerables pérdidas de vidas humanas. Cabe preguntarse si la emergencia climática del futuro nos distrae de los problemas más acuciantes del presente y si la inversión de miles de millones de euros no podría dedicarse a objetivos menos sujetos a incertidumbres y a afrontar los cambios mejorando aquello que sí depende de nosotros, incluyendo ciertamente los muy diversos retos de la conservación ambiental y la disminución de emisiones de CO2.
La Carta de la Tierra, presentada al inicio de este milenio fruto de diversas conferencias celebradas en la década de los 90, fue considerada por Mijaíl Gorbachov, uno de sus inspiradores, como el manifiesto de una nueva ética para el nuevo mundo y un verdadero Decálogo de la Nueva Era. Según el último presidente de la URSS, estos nuevos conceptos se deberán aplicar a todo el sistema de ideas, a la moral y a la ética, y constituirán un nuevo modo de vida. El mecanismo que usaremos será el reemplazo de los Diez Mandamientos por los principios contenidos en esta Carta o Constitución de la Tierra. En nuestras escuelas se perciben hoy algunos indicios de este objetivo planteado 20 años atrás. Sin embargo, no se trata de sustituir un decálogo por otro, abordándolos desde la confrontación, sino de proponer una visión integradora, que sepa educar en el cuidado y el respeto a la naturaleza, entendiendo que éste se prolonga hasta el cuidado y el respeto de la persona misma.
El papel de la Educación es decisivo en la formación de una nueva ciudadanía que afronte el desafío ecológico sin renunciar al pensamiento crítico y lo aborde desde una perspectiva integral.
Es necesario impulsar una nueva cultura ecológica, planteada desde una relación equilibrada con la naturaleza, que el hombre establece libremente, consciente de ser éticamente responsable de su cuidado.
Una nueva cultura ecológica que supere visiones parciales que, o bien sitúan a la naturaleza como mero instrumento a nuestro servicio, o bien desdibujan el papel del hombre considerándolo como una especie más.
Una cultura ecológica que, afirmando el valor de la integridad y belleza de la naturaleza, promueva también entre los jóvenes una actitud solidaria y responsable hacia aquellas personas más vulnerables al deterioro medioambiental. Este es el desafío al que todos, pero muy especialmente los educadores, estamos llamados a responder.