¿Y si re-racionalizamos la escuela?
La escuela ya no debe transmitir verdades”, “la escuela del siglo XXI es la del ser y no la del saber” son algunas de las cosas biensonantes que se pueden escuchar en los discursos que conforman la ortodoxia educativa y pedagógica actual. Lo cierto es que dichos discursos no me importarían lo más mínimo si fueran dirigidos a y adoptados en la escuela privada, pero es en la pública donde parece que quieren tener acogida.
Por lo general, estos discursos van acompañados de un nada novedoso espíritu milenarista (qué típico escuchar “la escuela del futuro”), de un insultante utilitarismo (quién no se ha encontrado con el fabril y decimonónico “lo importante no es tanto saber como saber hacer”) o de un insustancial reduccionismo emotivista (“las emociones deben prevalecer sobre los contenidos”, nada menos).
El principal escollo para estos autoproclamados custodios de los arcanos de la verdadera Educación es que, a pesar de que muchos se han olvidado, la escuela pública se conforma y desarrolla como un proyecto de clase, de la clase trabajadora para ser exactos. Esa clase en sí (y espero que para sí) que necesita de este instrumento para su emancipación, para ganarse su libertad cada día. La escuela pública está al servicio de la res publica y, hasta el momento y al menos en teoría, se encarga de dotarla de un cuerpo social y ciudadano sabio y consciente, conocedor de su herencia cultural y del mundo material y sus condicionantes.
Si para algo sirve la escuela pública es para democratizar la transmisión de un saber científico y académico que tradicionalmente ha estado restringido a las exclusivas manos de una minoría privilegiada, un saber que en efecto libera. Por tanto, la escuela pública, si quiere seguir siéndolo, debe ser una institución racional, ilustrada, científica, rigurosa, exigente. En definitiva, una institución celosa del pleno desarrollo de los hijos de la sociedad que están llamados a la ciudadanía en tanto que seres racionales.
Qué desolador es que la escuela del futuro se configure en la mesa redonda donde solo tienen asiento banqueros, economistas, políticos y grandes empresarios
Esta racionalidad, que debiera haber fungido como columna vertebral de la enseñanza, ahora está desdibujada, degradada por el abordaje de la institución llevado a cabo por estos omnipresentes (y bien pagados) discursos buenistas, románticos y no menos utilitaristas y mercantilistas. Discursos llenos de significantes vacíos, llenos de no poca pseudociencia, llenos de más ideología que argumentos sólidos, llenos de promesas de vacua, fugaz y performativa felicidad.
Qué asombrosa (y terrible) ironía es que la escuela pública, la escuela de la masa social que nunca debe dejar de formarse y luchar, haya caído en manos de las nada inocentes recomendaciones educativas que graciosamente nos brindan bancos como el BBVA y el Santander, megaempresas como el Grupo Prisa, Atresmedia y Varkey Gems (la multinacional de la Educación privada que otorga los Global Teacher Prize), tecnológicas como Google, gurús de saldo o “expertos” a sueldo con inconfesables intereses. Sin duda, todos estos grandes actores económicos se preocupan por la masa social igual que el señor feudal se preocupaba por su siervo, igual que el senador romano se preocupaba por su esclavo. Qué desolador es que la escuela del futuro se configure en la mesa redonda donde solo tienen asiento banqueros, economistas, políticos y grandes empresarios.
Más triste si cabe es que muchos del gremio, imbuidos por estos discursos bien acicalados en purpurina, corazones y cariñogramas, se hayan llegado a creer que puede existir la verdadera libertad sin conocimiento riguroso; que se puede conformar el ser autoconsciente sin el saber (ya decía Foucault que “el saber es el único espacio de libertad del ser”); que la escuela está para gestionar o moldear emociones, conductas y actitudes y no para fortalecer intelectos; que la subjetiva opinión personal expresada en voz alta convalida el recto y esforzado ejercicio del pensamiento crítico; que la ignorante pero simpática espontaneidad del niño inmaculado debe ser objeto de sacralización; que la psicologización extrema del individuo puede paliar los aspectos negativos de su desfavorecida realidad material; que la plena disposición de ingente información (buena, mala y regular) en la red nos libera de nuestro compromiso con la memoria, el lenguaje y la enciclopedia; que la degradante infantilización de las personas, los continentes y los contenidos es la respuesta adecuada al escenario que plantea un voraz mundo neoliberal.
Qué triste que hayan convencido a la escuela pública de que se suicide tras hacer suyo todo el ideario demente de unas élites socioeconómicas que nunca han querido una clase trabajadora formada e ilustrada. Qué triste que nos haya llegado a parecer bien que nos “enseñen a ser” y “a vivir”.
Más triste si cabe es que muchos del gremio, imbuídos por estos discursos bien acicalados en purpurina, corazones y cariñogramas, se hayan llegado a creer que puede existir la verdadera libertad sin conocimiento riguroso
Frente a todo esto, frente a la evidencia de la precariedad indigna a la que se quiere someter a la escuela, yo me pregunto por qué no volver a leer a Platón, derribar mitos y desenmascarar sofistas, por qué no admitir de una vez que nuevo no significa bueno igual que cambio no significa progreso. Por qué no reafirmar que la doxocracia no equivale a democracia. Por qué no redescubrir que una clase magistral, si lo es, es sinónimo de maestría y perfección y no de desfase y aburrimiento. Por qué no romper con la perniciosa y aberrante convalidación entre ensimismamiento y autoconocimiento. Por qué no asumir que igualdad no es igualitarismo ni autoridad es autoritarismo. Por qué no convencernos de que nuestros alumnos merecen más nuestro respeto y nuestra exigencia que nuestras compasión y caridad.
Es más, por qué no confiar en el valor de la memoria (“depósito de todas las cosas”, como diría Cicerón), del esfuerzo (pues “no hay caminos regios a la Geometría” como ya le recordó Euclides a un joven Ptolomeo), de la disciplina (pues la excelencia más tiene de hábito que de acto, como dejó entrever Aristóteles), del conocimiento objetivo (llave maestra de la libertad). Por qué no reclamar que las causas eficientes y finales de la institución escuela se deben formular en la propia escuela. Por qué no devolvemos a la escuela pública su función original y fundamental. ¿Por qué no re-racionalizamos la Educación?
Pascual Gil Gutiérrez. Profesor de Historia y Geografía, y millennial.
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