Leyes educativas y libros de texto
Verdad es sabida que el bien habita en los deseos y no en los actos cuya cristalización siempre decepciona dando paso a la asunción lúcida y melancólica de la madurez. En espera de la aprobación final de la nueva ley de Educación, a nadie se le escapa que sobre el papel los cambios y las orientaciones planteadas –sean éstas o no de nuestro agrado– quedarán desvirtuadas y lejos de sus principios originales si se descuida el desarrollo y no se acierta en su plasmación articulada. Para ello –como parece lógico– se hace imprescindible lograr un mínimo consenso entre los distintos agentes participantes. Cuantos más, mejor. Y cuantos más aspectos de orden técnico y menor el número de cuestiones ideológicas en liza, mayor también la probabilidad de éxito y continuidad. No se trata de buscar equidistancias hueras sino de evitar debates infructuosos y convencer a la comunidad educativa de la necesidad y de los efectos beneficiosos de la nueva ley.
Se está generando, no obstante, confusión en torno a ciertos temas de relumbrón mediático cuando lo verdaderamente interesante es aquello que suele permanecer en penumbra y no sabemos. En este caso, lo que nuestros jóvenes van a aprender (y lo que no) en las aulas y los medios que se van a emplear para conseguir tal fin. Hablamos del currículum oficial pero sobre todo de la materialización de ese currículum. ¿Qué impacto, por ejemplo, tienen los libros de texto en la formación de nuestros estudiantes? ¿Quién los diseña y los escribe? ¿Cómo se llega a su elección en un centro escolar y qué factores influyen en el descarte? ¿Cuáles son los criterios utilizados al respecto?
Se está generando, no obstante, confusión en torno a ciertos temas de relumbrón mediático cuando lo verdaderamente interesante es aquello que suele permanecer en penumbra y no sabemos
Ciertamente, se habla poco de la calidad de los manuales escolares. En la formación escolar se ha venido subestimando este factor que, sin embargo, puede llegar a ser tan determinante o más que el grueso principal del articulado legislativo. Lejos ya del ruido mediático y de otros intereses espurios, se descuida el último eslabón de concreción curricular que queda así en manos del azar, de la destreza comercial del vendedor de turno o de lo que siempre por inercia y tradición se ha venido haciendo y nadie ha cuestionado.
Si comparamos los manuales escolares de la antigua EGB con los actuales, comprobaremos enseguida el paulatino adelgazamiento textual. Más que libros de texto –diríamos–, los de ahora son libros de imágenes acompañados de pequeños párrafos explicativos. Pero la reducción y concentración de los contenidos curriculares –o mejor dicho, su concreta explicitación en el libro del estudiante– no debería hurtar a éstos la capacidad de profundizar en el conocimiento.
¿Qué sentido y qué estructura conceptual y funcional (de existir) despliegan, por ejemplo, los manuales de Lengua para que el estudio de la gramática correlacione satisfactoriamente con el dominio de las destrezas lingüísticas? ¿Qué tipo de lecturas contienen? ¿Son suficientes? ¿Son literarias y de calidad? ¿Contribuyen al desarrollo del gusto, del placer y del sentido estético? ¿Dan lugar a comentarios de texto, a trabajos de redacción donde el alumno tenga la oportunidad de trabajar el espíritu critico y pensar? ¿Permiten el trabajo autónomo? Todas estas son variantes esenciales que cualquier ley de Educación habría de tener en cuenta y cuidar desde el principio. Prestándole la atención adecuada, sin duda los resultados académicos mejorarían.
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