Admirar
De un tiempo a esta parte la clase magistral discurre en franca retirada, objeto además de injustos vilipendios y acusaciones partidistas. Habría que empezar clarificando qué entendemos por clase magistral y explicar las razones de fondo y las más evidentes de su decadencia empezando por el dominio totalizador del llamado paidocentrismo y concluyendo por el menosprecio del conocimiento y la memoria. Porque cuando lo que importa no es ser mejor sino simplemente ser uno mismo, se suele caer presa de la pura indiferencia y perdemos nuestra capacidad de admiración.
El peligro colindante está en la desfiguración atribuida al complejo de todo caballero andante por defender una edad de oro inexistente de la Educación, pero mis profesores de Bachillerato y universidad impartían clases magistrales y aunque las lecciones las comprenderíamos más tarde, las escuchábamos en silencio atentamente atraídos por su admirable exposición de saberes aquilatados en horas de estudio e investigación afanosa. La lección suponía el pretexto para desplegar toda una escenografía sencilla pero contundente, un ejemplo a imitar. La forma de levantarse y escribir en la pizarra, de colocar los libros en la mesa y pronunciar las palabras… Nada nos pasaba desapercibido, todo contribuía a configurar la imagen envolvente de un espejo en el que nos gustaba vernos reflejados. Descartes decía que quien emula se dispone a grandes empresas «en las que espera tener éxito porque ve que otros tienen éxito en ellas».
«Si educarse es aprender –afirma Aurelio Arteta–, sólo aprendemos lo que nos extraña por su carácter imprevisto o extraordinario y lo que nos eleva por su excelencia (…). Al final conocemos en la misma proporción en qué somos capaces de admirarnos y nos convertimos en aquello que llegamos de veras a admirar». (La virtud de la mirada).
Educar no puede ser otra cosa que enseñar a admirar lo que no se sabe, aprender a valorar todo aquello que por virtuoso nos emociona e interpela estimulando y enriqueciendo nuestra vida
Por eso educar no puede ser otra cosa que enseñar a admirar lo que no se sabe, aprender a valorar todo aquello que por virtuoso nos emociona e interpela estimulando y enriqueciendo nuestra vida. En el reverso contrario se agazapa la misantropía, el nihilismo sin anclajes ni referentes donde colmar nuestros deseos siempre insatisfechos.
Somos seres sin concluir y perseverantes, una insaciable fuerza de voluntad bípeda e implume que conviene articular a fin de sobrellevar nuestra insoportable e inmune levedad. Fijar la atención, la curiosidad y el interés es admirar. Los ideales caballerescos condujeron a Don Quijote a la aventura cuando ya su menguada lozanía daba los primeros signos decrecientes. Y mientras tanto, la cancelación de sus libros ardía en la biblioteca de un lugar de La Mancha olvidado.
No conviene subestimar la influencia del esnobismo social ni las salidas de tono de nuestro enfant terrible aburrido y mal sublimado. El teatro del absurdo tienta frente al acarreo fatigoso y repetido de una piedra que gracias a Sísifo rueda por la ladera de la montaña. Los quince anecdóticos minutos de fama prometidos por Wharholl son hoy categoría dinamizadora que confirma y afianza nuestra evanescente condición.
Vivimos en fin tiempos de ímpetu adanista en los que hay que recordar lo obvio. Por ejemplo que estudiar no tiene por qué ser divertido ni interesante pero que constituye –eso sí– el requisito fundamental para hacer de la vida un lugar interesante y divertido. El orden aquí de los factores pervierte el producto final y confunde el decorado con la realidad tal y como Sancho nos enseñó en la ínsula de Barataria. Bien visto, el libro de Cervantes no deja de ser una fabulosa y continua clase magistral, un homenaje maravilloso a la rendida y mutua admiración entre dos seres humanos inolvidables.