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Un amor

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Las palabras forjan significados en la trama sintáctica del tiempo, un hilo de Ariadna artífice muchas veces de laberintos de incomunicación. Así como el silencio abre paso a la promesa, el ruido –interno, metafórico– acalla todo síntoma culposo y camufla la incertidumbre. La literatura mística contrapone el recogimiento –el no sufrir compañía– como forma salvífica de aniquilar la tentación. Viene esto a cuento de la última novela de Sara Mesa, Un amor. Lo salvaje, lo indomesticado, la fuerza de los instintos se adueña aquí de las predisposiciones racionales y contamina la mirada escrutadora, difusa y extraña. En consonancia, la protagonista ejerce la traducción. Será precisamente un malentendido laboral la causa que determine su decisión de escapar y refugiarse en una pedanía perdida, casi sin habitantes, un trasunto de la página en blanco que, sin embargo, se le atraganta como la realidad y su huida imposible.

Por deformación profesional no le bastan la asepsia de los hechos desnudos, se aventura en el laberinto de la interpretación evaluando el contexto, las diferentes acepciones, sonidos y connotaciones lingüísticas, un pandemonio incansable que se apodera y desborda los límites del entendimiento siempre tambaleantes. El amor del título –precedido por el artículo indeterminado– entraña lenguajes jamás unívocos ni extrapolables. «Quizá él tiene razón –piensa. Quizá es mejor no penetrar en el misterio, no tratar de entenderlo, para evitar que se corrompa».

Cuando camina por un campo de naranjos en flor y decide acercarse, comprueba que las hojas están plagadas de pulgones. «Comprende que no se llega al blanco apuntando, sino descuidadamente, mediante oscilaciones y rodeos», un entramado de distancias y cautelosa medida, de ángulos desde los que mirar y elegir el tono, las palabras que expresan y traducen lo expresado y cuyo conocimiento involucra y contribuye a que forme parte de nosotros lo que hasta entonces permanecía ajeno y no sabíamos. Como escribiera Lewis Carroll en Alicia a través del espejo, la cuestión última es saber quién manda. Presencias y discursos dominantes, vidas minúsculas, silencios y voces bajas ensombrecidos por relatos hegemónicos que marcan los imaginarios colectivos e individuales. La cuna del hombre –escribió León Felipe– la mecen con cuentos.

¿Qué imagen, qué pensamiento surge cuando oímos o leemos una palabra? ¿Cómo aprende el hombre a tener buen ojo de algo, que diría Wittgenstein, y cómo se puede usar ese buen ojo? ¿Qué concluir de esos juegos de percepción en los que podemos ver alternativamente un pato o un conejo, una bruja o una dama, un jarrón o dos caras enfrentadas?

También en la escuela se forjan miradas diferentes según el ojo de quien la contempla. A un alumno de Educación Infantil probablemente le llame la atención la insignificante hendidura de su pupitre, el dibujo abstracto de las baldosas de la clase (pato o conejo)

Somos lo que miramos y, sobe todo, lo que deseamos mirar. Pero el exceso de realidad reduce la capacidad de asombro y se estrecha el foco desde el que poder observar y atrevernos en la ardua tarea de interpretación. En definitiva, lo inhóspito deviene en mansedumbre y docilidad y no queda otra opción que actuar como si realmente fuéramos capaces de entendernos. Sabiendo que «lo visible engaña porque hace olvidar lo que no puede verse» (Muñoz Molina, Babelia, 28-5-21).

También en la escuela se forjan miradas diferentes según el ojo de quien la contempla. A un alumno de Educación Infantil probablemente le llame la atención la insignificante hendidura de su pupitre, el dibujo abstracto de las baldosas de la clase (pato o conejo).

El conserje, el personal de limpieza, la directora, los padres, los maestros recién llegados o aquellos con más experiencia pero también el político de turno o el empresario que desea profesionales cualificados, todos proyectan sobre la escuela visiones que conviene saber articular para entretejer un relato común en el que valorar la diversidad interpretativa que pone en juego la convivencia y nuestros planes de futuro.

Al final de la novela, la protagonista –sentada en una roca– siente un cosquilleo provocado por una hormiga que sube por su mano. Le cuesta trabajo conciliar en el mismo plano mental la amplitud de las vistas que le ofrece el paisaje con la estrechez diminuta del insecto. Y entonces alcanza una revelación. «Ve con claridad que todo conducía a ese momento. Incluso lo que parecía conducir a ninguna parte».

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