fbpx

Los pescaditos de oro

0

En aquel tiempo no era extraño ver en el barrio a los vecinos arreglando sus coches en la calle, con los capós levantados, desarmando el motor y volviéndolo a montar. Las lavadoras, las televisiones, las cafeteras –hasta las planchas– se llevaban a reparar. Los niños estábamos acostumbrados a destripar juguetes, veíamos en los mercados tiendas de arreglos con las máquinas abiertas, desmembradas en los mostradores, mecánicos que llegaban a casa para arreglar la caldera y desatornillaban la tapa buscando en el interior el desperfecto, la pieza estropeada que había sustituir.

Hubo un momento en que dejó de interesarnos el funcionamiento de los aparatos de uso cotidiano. A nadie le importa saber ya lo que sucede dentro del más simple de los artefactos que utilizamos. Lo importante es que funcionen como si de un milagro se tratara. Dice César Aira “que lo que ha pasado con las máquinas es apenas un indicio de lo que ha pasado con todo. La sociedad entera se ha vuelto una caja negra”.

Las distancias entre las causas y los efectos –cierto– se han ampliado. Las competencias escolares, por ejemplo, y los aspectos más pragmáticos de los objetivos educativos aminoran la posibilidad de ejercitar la inteligencia. Mengua el contenido sobre el cual emplear el pensamiento, hay menos cosas que desentrañar. Nos hallamos instalados en lo que Vicente Verdú denominaba “el placer de las superficies”, una coyuntura –en su opinión– favorable y  emancipadora.

El mundo ha cambiado –nos repiten insistentemente– y la educación tiene que adaptarse. De ahí el impulso innovador patrocinado desde entidades financieras e instituciones empresariales dinamizadoras, motores de la mentalidad y las formas de vida actuales. Sin embargo, a pesar de las mejores excusas evolutivas, ha de inquietarnos toda atrofia intelectual que nos disminuya.

Sólo ya a través de las llamadas Humanidades –esos saberes “inútiles”– podemos seguir poniendo en práctica y experimentando la inteligencia cuyo objetivo es conocer el funcionamiento de las cosas y del mundo. Por eso se las vilipendia en los planes de estudio sin miramientos. Suele citarse a Sócrates aprendiendo con su flauta una nueva melodía momentos antes de morir. O al coronel Aureliano Buendía fabricando pescaditos de oro en su taller secreto, afán que no evitaba la crítica afectuosa de Úrsula, madre preocupada por el porvenir de su hijo: “Con su terrible sentido práctico, ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía”.

Sólo ya a través de las llamadas Humanidades –esos saberes “inútiles”– podemos seguir poniendo en práctica y experimentando la inteligencia cuyo objetivo es conocer el funcionamiento de las cosas y del mundo. Por eso se las vilipendia en los planes de estudio sin miramientos

Hay un cuento del gran Rodari cuyo tema hace de la evitación del esfuerzo una pesadilla. Se titula La máquina de hacer deberes. Un buen día llaman a la puerta y es un hombrecillo muy gracioso que vende máquinas para hacer deberes: “Se aprieta el botón rojo para resolver problemas, el botón amarillo para escribir redacciones, el botón verde para aprender geografía”. No acepta el hombrecillo dinero a cambio, quiere el cerebro de los niños: “Si los deberes ya los hace la máquina –arguye–, ¿para qué necesitan cerebro?”. Tras el trueque, la insustancialidad recién adquirida por el niño –su inconsistencia– hace que flote por los aires y haya que encerrarlo en una jaula: “Si lo deja libre por su cuenta, volará a los bosques como un pajarito y en pocos días morirá de hambre”.

Igual que los azucarillos piadosos, las buenas intenciones emborronan y diluyen la verdad y nos impiden enfocar a los alumnos concretos seducidos por otras sintaxis no siempre benefactoras.

Son múltiples las perspectivas de un relato y nadie puede abarcar toda la verdad. Pero suspender nuestra incredulidad –la argumentación, la coherencia lógica– más allá de lo razonable y congruente, abre la puerta a la más inane irrelevancia.

En su hilazón y trama constructiva, ningún método debería desmentir las relaciones de cohesión factual en que se basa. Es la condición que le otorga credibilidad y garantías pertinentes de eficiencia. Bastaría con descartar toda posibilidad de salto temporal y atajo cognitivo. Las causas y los efectos quedan así engarzados. De lo contrario corremos el riesgo de vagar sin rumbo como el niño de Rodari, convertidos en caja negra y sin más opciones electivas que la ingenuidad o el cinismo.

0
Comentarios