Un lugar limpio y bien iluminado
Paradójicamente, la propaganda de lo auténtico y verdadero –marca personal en continua construcción como eslogan– hace del recogimiento una defensa donde permanecer extramuros del consumo degradante y la distracción programada. La habitación propia esgrimida por Virginia Woolf se erige en atalaya para neutralizar la baratura de los estímulos que moldean nuestra conduzca y enmarañan el entendimiento. Una postura autónoma y crítica frente al individuo aislado en el avispero de la masa, un paisaje de interior contrario al desgarro de la anomia y propicio a escuchar la voz propia y la de los otros, condición ineludible para clarificar perspectivas y sacudirse el cansancio de la indiferencia. Escribe Luis García Montero que “pensar un tiempo de prisas e incertidumbres significa buscar alianzas con la lentitud de las paradojas” (infoLibre, 25/12/21).
El éxito de series televisivas como El juego del calamar radiografía los marcos cognitivos que actúan como imagen explicativa de la sociedad capitalista. Al margen de las polémicas superficiales sobre si los niños imitan o no estos juegos macabros, no es una cuestión ésta que deba quedar desatendida en las escuelas. Lo relevante, sin embargo, no es el dedo que señala a la luna sino las metáforas que conforman los imaginarios culturales hegemónicos. Si la institución educativa asume la defensa del conocimiento y la razón como diques contra el azar lúdico que acrecienta la ignorancia, el darwinismo social al servicio de la productividad no puede ser la idea predominante. La escuela adquiere sentido en el propósito contracultural de revertir este tipo de conductismos tóxicos y corrosivos. Cuando la realidad aumenta y rebosa la inflación informativa, la habitación propia es un reducto a resguardo ideal para distinguir las voces de los ecos, el aprendizaje de la soledad, el ensayo de uno mismo. Además, descuidar nuestro jardín pone en olvido la función de algo en apariencia tan inocente como la imaginación que rompe estructuras rígidas de pensamiento.
El éxito de series televisivas como El juego del calamar radiografía los marcos cognitivos que actúan como imagen explicativa de la sociedad capitalista
En Un viaje frustrado, cuento recogido en la reciente recopilación La ceniza de la vida. Narraciones 1949-1967 (Edt. Destino, 2021), Josep Pla narra el precoz desencanto del gusto juvenil por la aventura, el reverso de la trama dionisiaca que desde muy pronto él intuye y dirime a lo largo de su obra. El personaje Hermós encarna aquí la fuerza de la naturaleza indómita, un Robinson Crusoe con la inocencia de los sueños por cumplir que vive en la soledad de una caleta con apenas cuatro cordeles y una pequeña falucha para pescar. Propone a su joven amigo Pla, intelectual en ciernes y por tanto ávido de experiencias sobre las que contrastar sus ideas literarias, la posibilidad de un viaje bordeando la costa desde el Canadell hasta la frontera de aguas francesas: “Hemos de demostrarles –afirma– que también se puede ir a Francia a remo y vela. Ahora todo el mundo tiene embarcaciones a motor, todo el mundo se ha vuelto valiente y arriesgado”.
Van haciendo calas a lo largo del litoral en pequeñas poblaciones de gente hospitalaria, paradas en las tabernas junto al fuego para retomar fuerzas a base de la pitanza inmejorable de la zona: lubinas recién capturadas, sardinas a la parrilla, langostas, arroz de cabeza de mero, bogavantes, mejillones del Cap de Creus etc…”. El pescado de estas aguas tan puras y agitadas –escribe Pla– da a la sangre humana una plenitud radiante, un vuelo trascendente”. Lo cual no impide que en varias ocasiones tengan que fondear la embarcación y ser remolcados ante las arremetidas de las temibles rachas del siroco, el mestral, la tramontana… Entre medias se juega al tresillo, se bebe y sobre todo se cuentan historias en espera de un nuevo sol radiante en las velas: “Pienso –afirma el joven Pla– en la posibilidad de que la vida al aire libre, directa y sin límites, que ahora llevamos, no sea muy compatible con el determinado grado de estupidez y entontecimiento producido por la cultura intensiva”. Y concluye reivindicando el encanto de lo que llama las “vaguedades desvaídas”, el “sedante delicioso” que procura el recogimiento de los lugares limpios y bien iluminados: “Por mi parte debo decir que el viaje me ha hecho mucho bien. Nunca hubiera pensado que, en casa, pudiera estarse tan bien, que pudiera ser tan fácil y agradable renunciar al aire libre. La única lástima es tener que ir tan lejos para comprenderlo”.