Criminalización del profesor
En cualquier sistema educativo, la figura del profesor es fundamental. La verdad es que, si se quiere llevar a cabo una reforma integral de la enseñanza, es inexcusable su participación. Este hecho empírico, por lo demás ampliamente contrastado por los estudios sociológicos, parece que nunca se ha tenido en cuenta a la hora de elaborar las leyes educativas en España. Por el contrario, todas las legislaciones, y ya llevamos unas cuantas a las espaldas, han sido promulgadas en contra de la profesión docente. No digo nada que, en una simple conversación con un profesional ajeno al fanatismo ideológico, no salga a relucir amargamente.
Pero lo que ahora se ve es otra cosa. Quiero decir que la indiferencia con que se juzgaba la labor de los compañeros de docencia en los años setenta u ochenta del siglo pasado resulta hasta gratificante en comparación con el panorama que, desde hace unos años para acá, se observa en el conjunto de la sociedad. Debido al impacto altamente tóxico de la nueva pedagogía y su nefasta combinación con ciertas políticas de partido ha surgido una situación que sólo se puede calificar como la criminalización del profesional de la enseñanza. Más en concreto, del buen profesional.
Escribía Max Weber, que de esto sabía mucho, que “la política no tiene cabida en las aulas”, y, sin embargo, el modelo pedagógico que quiere implantar el Gobierno de izquierdas es, justamente, la inversión del consejo del alemán. La catequización de los currículos de Primaria y Secundaria son la prueba de que la importante afirmación del autor de La ciencia como vocación ha caído en saco roto. En fin, la pretensión de ideologizar las aulas choca abiertamente con la figura y los deberes sagrados del profesor, puesto que éste, de garante de la transmisión del saber y de la rigurosidad de los conocimientos impartidos, pasará a ser una nueva y extraña especie mutante, mitad sacerdote laico mitad equilibrista de las emociones.
Con el texto de la ley Celaá en una mano y los currícula en la otra, el profesor queda reducido a un simple charlatán, un cómico del aula, al que jamás habrá de exigírsele otra cosa que puro entretenimiento y cercana afectividad hacia el alumno. Por ello, los docentes que tienen por principios el rigor de los contenidos y la justicia en la evaluación de los rendimientos están en la diana de los urdidores de la reforma educativa.
La pretensión de ideologizar las aulas choca abiertamente con la figura y los deberes sagrados del profesor, puesto que éste, de garante de la transmisión del saber y de la rigurosidad de los conocimientos impartidos, pasará a ser una nueva y extraña especie mutante, mitad sacerdote laico mitad equilibrista de las emociones
Como me gusta ser didáctico para asegurarme de que lo que uno piensa, se entiende con claridad, lo explicaré de una manera más gráfica. En Matemáticas, y con el cariz “socioafectivo” que se le quiere dar, será lo mismo ocho que ochenta, pero en un sentido literal, con el fin de no generar ansiedad entre los chicos. Si la resolución de una ecuación es, por ejemplo, -8, pues tanto da que el chico ponga +8. Que no se sabe hallar el perímetro de una figura geométrica, qué importancia tendrá frente a la conservación de la “salud mental” del pobre alumno. Las Matemáticas, particular muestra de rigurosidad científica, devendrán en un rudimentario juego para encontrar las líneas rectas en el patio del colegio, algo que ya se hace por cierto. En Física y Química se instalará un taller perpetuo de entretenimiento circense en el que la ciencia del estado sólido o la del cambio orgánico se convertirán en el espléndido glosario de unos cuantos “vendedores de frases bonitas”, como ya definiera W. Jankelevitch a los relativistas en su deslumbrante La ironía. Y, a partir de ahí, el abismo de la ignorancia.
¿Y la Filosofía? Como es mi especialidad, dejen que les cuente una anécdota personal. En unas recientes oposiciones al Cuerpo de Profesores de Secundaria, tuve la oportunidad de ser miembro de un tribunal evaluador. Fue una experiencia gratificante, maravillosa en más de un sentido, al comprobar que todavía existe el talento y la vocación por enseñar. Sin embargo, también nos dimos de bruces con una imperdonable falta de rigor, ya que mantener que María Zambrano es “partidaria del irracionalismo”, como así lo redactaron varios candidatos, provocó nuestro natural espanto. Lo que se quiere decir es que para muchos docentes en activo la Filosofía no es más que un reducto de la opinión, la desaforada crítica a lo más, y no el terreno del rigor de la ciencia. Por lo tanto, si como se pretende desde el Gobierno, los profesores de la materia solamente somos “odres de elocuencia” (otra vez Jankelevitch), a qué preocuparse porque los alumnos no alcancen a distinguir entre Nietzsche y Zambrano, si los propios docentes no lo tienen claro. En definitiva, la principal función del filósofo escolar es adoctrinar en el catecismo ideológico de la ley.
En conclusión, el buen profesor, el exigente y riguroso con los contenidos curriculares, está dramáticamente señalado por la política gubernamental como la presa a abatir. Por ello, animo a los compañeros a no dejarse intimidar, a no cejar en el empeño. Hoy como ayer y, por supuesto, mañana, ni la perspectiva de género, ni el elemento socioafectivo, ni ninguna otra ideología impuesta nos ha de desviar del recto camino del deber.