Sísifo y la docencia
A los compañeros de Matemáticas
A primera del lunes, Sísifo sube la roca hacia el punto de partida. Una vez situada, comienza el camino que, la verdad sea dicha, nunca se sabe dónde puede ir a parar. Esta es la imagen del docente en la actualidad, sobrecargado de actividades, todas ellas responsabilidades que, en mayor o menor medida, poco o nada tienen que ver con la enseñanza en sí. Esta es la particular cruz –aquí la he denominado la “roca de Sísifo”– que ha de cargar sobre sus espaldas. Como alguno, sobre todo del bando de los chiripitifláuticos de la nueva pedagogía, dirá que esto es una completa exageración, pondré las cartas sobre la mesa.
Al entrar en el aula, nuestro héroe trágico no ignora que, frente a él, o más bien ella –son mayoría las mujeres en el ejercicio de la docencia, y todavía más en la disciplina matemática–, hay un grupo diverso de chicos, tan heterogéneo como las problemáticas que les asaltan. Comienza por escribir en la pizarra una serie de operaciones a fin de comprobar si los alumnos las han cumplimentado como debían en su domicilio, pero ningún muchacho responde a la solicitud, a la espera de que el profesional concluya los ejercicios. Es una decepción tan repetida en el tiempo, que hasta se comprende, aunque no debería ser así en absoluto. Lo peor es que se ha difundido entre los mismos profesores que la desidia y la dejadez son un factor más en la evolución académica de los chicos, un factor que incluso está contemplado por la normativa en vigor: hay que evitar reprender al alumnado, pues se entiende que puede comprometer seriamente su salud emocional. Por un momento, Sísifo recordó aquello de que las Matemáticas han de ser “socioafectivas”. Pese a todo, consigue adelantar un paso la pesada roca que le acompaña y logra emplazarla en el centro del aula, lugar donde además se sienta uno de los díscolos de la clase. A la pregunta de “¿por qué no trae usted la tarea?”, se responde con un silencio atronador. Prosigue, no obstante, con el orden definido en la “situación de aprendizaje”, la moderna encarnación del maná bíblico que acabará con el fracaso escolar, y explica fracciones y quebrados, empleando la herramienta digital, la consabida panacea tecnológica. De repente, el sistema, por el que se ha pagado una cifra indecente, se cae, dejando a Sísifo a solas con su vocación: al rozar la tiza, siente como le recorre un no sé qué por el cuerpo, haciendo que la palabra “profesor” recobre su sentido original. Sin embargo, escaso éxito obtiene de la estrategia, ya que las tablets que portan los muchachos les privan de la necesaria atención, precipitándose alegremente por la pendiente de Instagram y TikTok. El silencio de Sísifo es para enmarcar.
El martes, muy de mañana, en una hora en la que es inhumano mandar mensajes, le comunican que ha de acompañar al alumnado a una actividad complementaria de la que no había sido informado previamente. Antes de cumplir la misión, garabatea en la pizarra una serie de inecuaciones que derivan en un pequeño tumulto. Ninguno de los presentes está al tanto de lo que son esas curiosas fórmulas. Sísifo mira el horario académico: “Primera hora, Matemáticas, Primero de Bachillerato”. Concluye que enseñar en un nivel como éste ya no significa, como en el pasado, que los alumnos sepan reconocer este tipo de desigualdades. Retorna a la casilla de salida y repasa la operatoria elemental con la esperanza de que al menos se manejen con la sintaxis básica de la materia. Descubre horrorizado que desconocen la tabla de multiplicar. De verdad que lo intenta… A segunda hora, se entera de que uno de sus tutelados, un personajillo del que todos hablan pestes, ha sido detenido. Siente que la roca del lunes ha alcanzado unas dimensiones verdaderamente colosales. El miércoles tiene varias reuniones con motivo de la noticia del día anterior. No acierta a entender las molestas insinuaciones sobre no se sabe qué responsabilidad delegada de los profesores. De poco le sirve razonar cuando se da de bruces con la incomprensión. El hecho de ejercer la docencia ya es indicativo de cierta sospecha, quizás de una culpa. El jueves, los de Segundo de Bachillerato, por más veces que se lo haya explicado, no saben resolver una identidad notable. Recapacita sobre su función: “¿qué hago yo aquí? ¿Para qué sirve tanto esfuerzo?”. Son preguntas kantianas, en el pleno sentido de la palabra, aunque Sísifo lo ignora: lo suyo son los números. Al revelar a un compañero sus inquietudes, cae en la cuenta de que aquellas preguntas, no sólo se las hace él, sino todos los que sienten de veras el magisterio. Por un instante, apenas lo que dura la ilusión de un engaño, la pesada roca se torna más ligera. Llegado el viernes, Sísifo quiere olvidarse de la enorme piedra que se alza desafiante ante él, pero trágicamente recuerda lo que al principio de su carrera docente le pronosticó un viejo profesor de los de antes: “algún día entenderás que esto de enseñar es echarte a la espalda todo un país”.