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En busca de la autoridad perdida

padresycolegios.comSábado, 1 de enero de 2022
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Elevar al profesor en una tarima. Obligar a los alumnos a tratarle de usted y a ponerse en pie cuando entre en el aula. Revestirle de blindaje legal frente a las agresiones. Exigirle un comportamiento intachable incluso fuera del horario lectivo. Distintos enfoques con un objetivo común: recuperar para el docente la autoridad perdida.

Existen, a la hora de crear un ambiente propicio para la enseñanza, dos tipos de profesor. Seguro que todos hemos topado con ejemplos de ambos en nuestro tránsito por las aulas. Tenemos de un lado al enseñante severo que no concede licencias al trato distendido y amenaza con represalias en caso de indisciplina. Nada que ver con ese docente relajado que irradia confianza en sí mismo y sabe ganarse a sus alumnos tirando de brillante oratoria, perfecto dominio de su materia y algunas nociones básicas de psicología de grupo. El primero infunde miedo. El segundo, respeto.

En La recuperación de la autoridad, el filósofo y teórico de la Educación, José Antonio Marina, recuerda que los romanos opusieron el concepto de autoridad (“basada en el mérito propio”) al de poder, que tiene más que ver con la coacción y el ejercicio de la fuerza. Los alumnos podrán temer (o no) al profesor que blande una vara metafórica, pero muy probablemente no le otorgarán autoridad real a menos que éste se trabaje día a día la admiración de sus pupilos.
Breve digresión teórica que ayuda a poner en perspectiva medidas como la anunciada por la presidenta madrileña, Esperanza Aguirre, en su afán por instaurar algo de orden en nuestras revueltas aulas. Pretende Aguirre que los profesores sean considerados autoridad pública al igual que jueces o policías. Que en caso de agresión, se endurezca el castigo. Una coraza legal de enorme utilidad preventiva: padres y alumnos se lo pensarán dos veces antes de levantar la mano o ensuciar sus bocas. Siendo necesaria, muchos opinan que la medida sólo servirá para lidiar con situaciones extremas. Frente a las faltas de respeto leves pero continuas, ante esos comportamientos disruptivos que sacan de sus casillas al profesor, ser autoridad pública sirve más bien de poco.

¿Y los formalismos? ¿Eso de llamar de usted al profesor, incorporarse al unísono cuando éste irrumpe en clase, instalar tarimas en el aula para que el docente mire de arriba abajo y los alumnos al contrario? Revolver en el pasado a la búsqueda de soluciones actuales cuenta con defensores como la propia Aguirre o el Defensor del Pueblo, Enrique Múgica, quien hace poco recordaba en estos términos sus años de escolar. “Cuando éramos pequeños, los profesores nos llamaban de usted a los que éramos niños y los niños, por supuesto, llamábamos de usted a los profesores. Se establecía la necesaria diferencia que debe existir entre el enseñante y el enseñado. Y eso hay que aceptarlo”.

Los más escépticos opinan que imponer costumbres pretéritas sólo contribuye a frivolizar un problema con raíces mucho más profundas. Y es que (y en esto estamos todos de acuerdo) la caída de la cotización del concepto “autoridad” en el mercado de valores posmoderno no afecta únicamente a la enseñanza.
Hablamos de un cambio social que cristaliza en mayo del 68 para extenderse a todos los ámbitos de la vida pública. Sus proclamas (“prohibido prohibir”, etc) también se colaron en el hogar, para muchos con consecuencias nefastas. Primero, porque un chaval que no respeta a sus padres difícilmente respetará a sus profesores. Y segundo, por los consabidos mensajes lanzados desde la familia que desacreditan la función docente (eso de otorgar mayor credibilidad a la palabra del hijo que a la del docente).

El profesor nada hoy contracorriente. Dotarle de herramientas (por superficiales que éstas sean) en su lucha por recuperar la autoridad perdida puede contribuir a allanar el camino. Pero al final, sólo él, su firme vocación y sus buenas artes pedagógicas tienen la última palabra.

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