Los docentes y el conocimiento
Son numerosas las leyes que han concebido la educación como un instrumento de igualación social, entendido esto como un mecanismo que, entre otras cosas, tiene como finalidad ofrecer las mismas oportunidades a todos. No discutiremos aquí si esto es o no una entelequia, en tanto que la educación como ente no existe de manera independiente, sino que son los sujetos que a ella se dedican quienes buscan las formas más adecuadas para su consecución. Dicho de forma más clara: es a los profesores –principalmente– a quienes a través de la escuela como institución se les asigna esta encomiable labor.
Un recorrido histórico desde la formación de los Estados-nación nos permite identificar la génesis de los sistemas educativos modernos. Se va fraguando entonces un prototipo de democracia y ciudadanía, cuyas nociones de libertad y participación se han ido depurando desde entonces, asentados sobre firmes bases ilustradas que pueden ser resumidas como el afán por el conocimiento como medio para alcanzar el progreso, una idea que, si bien es cierto, no logró materializarse tal y como se concibió desde un principio, ha permitido a la sociedad alcanzar unos niveles de desarrollo que, en la actualidad, avanzan a ritmos cada vez más acelerados, especialmente en lo que a avances científico-técnicos se refiere (Pinker, 2018); y no solamente esto, sino que, lo más importante, el conocimiento se concibió por entonces como una forma definitiva de emancipación intelectual, la autonomía como la posibilidad de auto-gobernanza plena, un concepto de libertad mucho más sofisticado, que, en aquellos momentos, se deseaba poner al alcance de una sociedad nueva.
Poco a poco, sin embargo, tales ensoñaciones parecen haber quedado atrás.
La excelencia y el cultivo personal resultan para muchos un conjunto de virtudes atávicas e incluso de corte autoritario; y, peor aún, la disciplina, condición fundamental presente en la casi totalidad de mortales que han alcanzado la maestría en cualquier saber o destreza, –salvo, por supuesto, en ese muy reducido número de genios cuyos nombres han quedado grabados en la historia de la humanidad– puede interpretarse como ofensiva dependiendo de ante quién se nombre –y me temo que ante cada vez más personas–.
La disciplina, condición fundamental presente en la casi totalidad de mortales que han alcanzado la maestría en cualquier saber o destreza, puede interpretarse como ofensiva dependiendo de ante quién se nombre
Tristemente es cada vez más frecuente constatar con otras personas que la sociedad –al menos la occidental– se va asentando en un cada vez más acentuado individualismo, al que se suman el utilitarismo y un voraz consumismo. No es raro ya oír de forma poderosamente resonante el: “¿y esto para qué?”, algo que muchas y quizá cada vez más personas repiten con plena convicción (Bauman, 2019; Han, 2012, 2016; Ordine, 2020).
Paradójicamente, al mismo tiempo se insiste en que estamos inmersos en una suerte de sociedad del conocimiento, que es homologable a un individuo que posee una biblioteca nutrida de las más formidables obras escritas que jamás ha consultado. Tal sujeto dispone de información que puede consultar, pero en ningún caso posee conocimiento mediante el cual interpretar e, incluso, transformar la realidad; menos aún un conocimiento que le dote de los rudimentos mínimos para ejercer eso que a veces tan ligeramente concebimos como democracia, y cuyo ejercicio implica unos fundamentos éticos y conceptuales, los que, si bien es cierto que pueden alcanzarse mediante lo que se ha dado en llamar “educación informal”, la escuela no debiera renunciar a transmitir y anclar a través del conocimiento.
Es todavía más contradictorio reflexionar en que esta actitud se acentúa en una época de alta tecnificación gracias a los dispositivos electrónicos inteligentes, y que, antes bien que expandir nuestros horizontes de conocimiento hacia límites insospechados, nos ha instalado en una pasiva comodidad que parece adormecernos hasta tal punto que, si se piensa detenidamente, nos ha dejado a merced de quienes controlan nuestros intereses y hábitos de consumo, trazando mapas sumamente precisos de nuestros deseos.
Así pues, en estos tiempos en los que la escuela en ocasiones parece divagar errante esperando su estocada final dada por los grandes poderes económicos y tecnológicos (Fernández Liria et al., 2018), los que además no dejan de alentar las más bizarras ocurrencias, y que incluso desembarcan en las aulas dotándolas de dispositivos tecnológicos que en muchas ocasiones terminan arrinconados llenos de polvo, sin pena ni gloria, –pero eso sí, generando sendos dividendos económicos a la marca de turno que firma su contrato de licitación con el también gobierno de turno, todo esto, sin dejar claro si se trata de altruismo, alianzas estratégicas (Gerver, 2020) o simple mercantilización (Rivas, 2019)–.
De este modo conviene someter a examen los valores que deseamos que dirijan la escuela, si se me permite, reivindicando aquellos que han hecho posible que alcancemos los niveles de prosperidad material y social de los que hoy disfrutamos: la dedicación, el esfuerzo, el respeto por aquel que quiere enseñarnos aquello que ha cultivado durante tanto tiempo y el amor por aquellos a quienes se pretende enseñar –porque, no, no se confunda; no estoy haciendo un llamado a transformar la escuela en un cuartel militar. Creo que la enseñanza debe estar motivada por un profundo amor por los estudiantes y su desarrollo personal–, en suma, una filomatía, un amor por el conocimiento que nos enriquece y nos permite acercarnos a la realidad de una manera mucho más profunda (Sánchez Tortosa, 2019).
No debe confundirnos esta cuestión, puesto que hay cosas que es necesario y oportuno conservar, lo que no significa ser reaccionario, sino que sencillamente da cuenta de que hay cuestiones que han de ser preservadas por el simple hecho de ser nobles, justas y bellas. ¿Es que acaso no son el cultivo del espíritu y el contagio del amor por el saber unas aspiraciones nobles y, posiblemente, la mejor herencia que podemos legar a aquellos que están siendo formados para ejercer la ciudadanía y la democracia? ¿O, de qué manera entonces pretendemos dar lugar a una ciudadanía verdaderamente comprometida con un proyecto de sociedad justo e igualitario al negarles conocimiento verdaderamente sólido –eso que supongo que es a lo que se refieren cuando se habla de educación de calidad–?
Con todo, no podemos engañarnos. Si bien mi palabra pudiera no ser tomada en consideración, permítaseme citar a Freire (2019), quien espero que goce de un grado un tanto mayor de credibilidad cuando nos indica que la educación tiene límites. No podemos, por más que nos esforcemos, cambiar realidades estructurales a corto plazo; probablemente, ni siquiera a mediano plazo. Somos maestros, no los protagonistas de El club de los poetas muertos, eso se lo dejamos a Hollywood. Nuestro deber fundamental, sencillo pero a la vez importantísimo, es el de enseñar –y aquí quiero incidir con severidad, enseñar no es entretener–, siendo plenamente conscientes, además, de que muchas veces dicho proceso no es glamouroso como en ocasiones quieren hacernos pensar, como si por más que intentemos adornar la inconsistencia curricular a través de malabares metodológicos rimbombantes esto fuese a tener algún tipo de incidencia en el aprendizaje neto de los alumnos. Hemos de ser conscientes, además, de que tristemente incluso pese a nuestros titánicos esfuerzos, quizá muchos de nuestros pupilos no alcanzarán los objetivos que con tanta dedicación y afán podemos haber establecido sin por ello abandonar nuestro inequívoco compromiso de desempeñar nuestra labor con excelencia, con devoción y alegría en los días buenos, y con paciencia en los días bajos. Se nos ha encomendado la tutela de la sociedad del futuro, de hacerles conocedores y partícipes de los saberes y destrezas que durante mucho tiempo –o al menos esto se presupone– hemos venido desarrollando, en tanto que sabemos, tal como ya hemos dicho, que son nobles, bellos y justos; especialmente esto, pues el compromiso con la educación de calidad es un compromiso con la justicia, condición indispensable que aunque no nos permita alcanzar esa utópica igualdad plena, al menos nos aproxime a ir acercando brechas y a responder a esa misión tan estimulante que inició hace algunas centurias atrás: iluminar para emancipar a través de la enseñanza, posiblemente, el único intercambio donde damos algo que ya nos es propio y que, sin embargo, no nos empobrece, sino que enriquece tanto al que da como al que toma. Todo lo demás no será más que un conjunto de palabras biensonantes que adornan preámbulos legislativos que no marcan ninguna diferencia a problemas que conocemos ya lo suficiente como para repetirlos ad infinitum y que se pierden como un ruido en el horizonte.
Dicho todo esto, ¡manos a la obra! infatigable estudiante, abnegado maestro, que sigue aprendiendo para seguir enseñando. La siembra del conocimiento no se puede detener, puesto que un rápido vistazo a nuestro tiempo y realidad nos lleva a ver que, posiblemente, hoy es más necesaria que nunca.
Notas:
Bauman, Z. (2019). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.
Fernández Liria, C., Galindo Ferrández, E., & García Fernández, O. (2018). Escuela o barbarie: Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda. Akal.
Freire, P. (2019). El maestro sin recetas: El desafío de enseñar en un mundo cambiante. Siglo XXI Editores.
Gerver, R. (2020). Crear hoy la escuela del mañana: La educación y el futuro de nuestros hijos (Séptima edición). Ediciones SM.
Han, B.-C. (2012). La sociedad del cansancio (A. Saratxaga Arregi, Trad.). Herder.
Han, B.-C. (2016). Psicopolítica (A. Bergués, Trad.). Herder.
Ordine, N. (2020). La utilidad de lo inútil: Manifiesto. Acantilado.
Pinker, S. (2018). En defensa de la ilustración: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Paidós.
Rivas, A. (2019). ¿Quién controla el futuro de la educación?: Las nuevas batallas del Estado y el mercado en la era de los algoritmos (1a edición). Siglo XXI.
Sánchez Tortosa, J. (2019). El culto pedagógico: Crítica del populismo educativo (2 ed). Akal.
Ricardo E. Reyes Soto es maestro de Primaria e investigador en formación.