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El mundo de Sofía

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Sofía es una niña que no entiende el mundo. Lo típico de la adolescencia, pero con una importante particularidad. La razón está con ella. Se enteró de lo sucedido con la riada en Valencia y otros pueblos de algunas comunidades que únicamente conoce a través de las impactantes imágenes que ofrecen los telediarios. Está enfadada con los adultos por creernos responsables del caos que gobierna en un mundo que no es capaz de comprender. Algo se lo impide, aunque tampoco sabe cómo expresarlo, porque, cuando piensa en las víctimas provocadas por la fuerza de las aguas,  le asalta una viva emoción. Uno intenta ayudarla, calmar su inquietud, ese malestar que tiene por origen la desconfianza hacia unos adultos que no se cansan de reclamarle una racionalidad en el comportamiento que luego ellos, y de la peor manera posible, tampoco acreditan en sus conductas o decisiones.

Los amigos se ríen de la intensidad de unos sentimientos desbordados, más que a flor de piel, aunque, en cierto modo, los comprenden. En mi presencia, insisten en que el mundo de Sofía es un mundo muy parecido al soñado por los filósofos de tiempos remotos, uno pleno de virtudes. Me callo y comparto en silencio la rebeldía de unos jóvenes que sólo quieren lo mejor para la humanidad. En realidad, Sofía está invadida por una aplastante vergüenza. La misma emoción que otro pensador del presente ha definido maravillosamente, puesto que, sin pretenderlo, incluye la circunstancia que abate a la niña. “La vergüenza surge en el momento en que uno no puede huir de sí”. Estas palabras del filósofo Joan-Carles Mélich, recogidas en la espléndida Lógica de la crueldad, son las que plasman a la perfección el estado de ánimo en que se encuentra una generación de adolescentes al ver el despropósito que reina en aquellos lugares de España en los que más se precisa el gobierno de las cosas.

Los amigos se ríen de la intensidad de unos sentimientos desbordados, más que a flor de piel, aunque, en cierto modo, los comprenden. En mi presencia, insisten en que el mundo de Sofía es un mundo muy parecido al soñado por los filósofos de tiempos remotos, uno pleno de virtudes

Me pregunta y hasta asedia. “¿Qué piensa de los políticos?”. Incluso sube el tono de voz y busca mi complicidad: “¿qué hubiera hecho usted si…?”. La freno con amabilidad y le aconsejo que no se martirice, que no es para tanto. Un día tras otro, me dirige interrogantes cada vez más incisivos. Sin embargo, dejo que fluya su desafección hacia los adultos, hacia ese otro mundo de supuestos responsables, aunque, en mi interior, el repiqueteo constante del particular mundo de Sofía no me dé tregua. Un martes, día de clase de Filosofía, la chica enfila de nuevo sus pasos hacia mí en un ritual ya conocido. La interrumpo y, del modo más paternal, le ruego que no sucumba a la emoción, que, por muchos que sean los sentimientos que golpean su pequeño corazón, los tenga bajo control. De manera sorpresiva, cae sobre este profesor: “no le he dicho algo”.

Estaba en ascuas y, tras una breve escucha, terminé por entender el “mundo de Sofía”, que de inmediato pasó a ser el mío y el de todos. En una de las localidades castigadas por la gota fría, residía una de sus primas más queridas, de idéntica edad a la suya, quien, desgraciadamente, había sido arrastrada por la crecida del Barranco del Poyo. A día de hoy, todavía se ignora su paradero.

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