Cultura y arte en la formación de las nuevas generaciones
La historia de las disciplinas tiene que ver con un largo proceso histórico de especialización del conocimiento que deriva de una profusa producción cultural y académica a lo largo de los siglos. La necesidad de estructurar, ordenar y gestionar tantos saberes llevó a los estudiosos a imaginar distintas formas para acceder a ellos, como el sistema de la enciclopedia en Francia en el siglo XVIII o el desarrollo constante de tecnologías computacionales y digitales, con la inteligencia artificial que tiene un rol crecientemente relevante en nuestros días.
La capacidad actual de estos desarrollos digitales para navegar a través de gigas de conocimiento es asombrosa y permite, sin duda, disponer de forma muy rápida y efectiva de mucha información bien clasificada según las categorías disciplinares. Pero sabemos que información no es conocimiento, y la especialización y la profundización en los distintos campos de saber han generado como efecto contrario la fragmentación y la pérdida de visión global sobre el objeto de estudio.
En su discurso de investidura como Doctor Honoris Causa en 2019 en Oviedo, el historiador británico Peter Burke hacía un alegato a favor de los polímatas o personas polifacéticas distinguidas a lo largo de la historia. Polímatas son aquellas personas eruditas capaces de percibir conexiones inesperadas entre diferentes campos o disciplinas. De Leonardo da Vinci hasta Susan Sontag, este historiador de la cultura pone en valor la sabiduría de algunas personas que cruzan constantemente los límites entre las ciencias, las artes y las humanidades.
Sigue diciendo el autor, que estos perfiles polímatas son cada vez menos frecuentes y que probablemente, sean una especie en extinción y termina preguntándose si no sería necesario pensar sobre ello.
La reflexión en el ámbito educativo se debate hoy entre la mayor disponibilidad e incluso la personalización del acceso a la información que permite y expande la tecnología y la cuestión central en pedagogía de cómo acompañar en la construcción de conocimiento relevante para la vida a partir de esta información.
Si el acceso a los contenidos y su custodia parece estar garantizado por la tecnología, parecería oportuno que la docencia y la escuela, como gran institución educativa, pudieran focalizarse en su función esencial de socialización y en los grandes pilares que ya proponía la Unesco en su Informe Delors: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y, por último, aprender a ser, un proceso fundamental que engloba y vincula elementos de los tres anteriores.
Es necesario recuperar la esencia de las materias, sus ideas fuerza y contenidos fundamentales en las aulas
En la teoría pedagógica y en la investigación académica educativa, estos cuatro pilares han derivado en los desarrollos y marcos de competencias básicas que, en los países iberoamericanos, siguen siendo, por lo general, muy cercanas a las asignaturas convencionales.
Como ya señalaba el informe de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) sobre el Estado de la educación en Iberoamérica de 2020, el reto de la educación basada en las competencias no está en la confrontación entre los conocimientos y las aptitudes, sino en la necesidad de elegir qué conocimientos y aptitudes son esenciales promover en la escuela y cuándo hacerlo.
Y esta es la cuestión de fondo ciertamente. La crisis de conocimiento que genera la sobrecarga de información conlleva que, pasar de lo superficial a lo profundo, es decir, de la información al conocimiento significativo, sea el gran objetivo de los procesos de enseñanza.
Para ello, es necesario recuperar la esencia de las materias, sus ideas fuerza y contenidos fundamentales en las aulas. Aquello que permite construir saberes, que no es el contenido concreto de la ciencia, la lengua o el arte, sino los procesos por los cuales se consiguen. Estos procesos, en ciencia se detonan a partir de preguntas que problematizan temas y en el ámbito de las artes, se definen como procesos de creación.
En realidad, estamos hablando del recorrido cognitivo que va desde la observación atenta del mundo (o asombrada como señala Lecuyer) a la generación de preguntas sobre lo observado, la búsqueda de información que integra teoría y práctica y, lo que es más importante, la experimentación, el ensayo o la construcción de posibles interpretaciones o respuestas desde la aportación personal y única que cada ser humano es capaz de realizar.
Las ciencias y las artes no son, pues, disciplinas opuestas sino claramente complementarias en el abordaje de temas. Tal vez lo sea la concreción que de ellas se ha hecho en el ámbito escolar, a menudo más cercana al conocimiento técnico que a las preguntas y la experimentación científica o estética de la que estamos hablando.
Desde una perspectiva de derechos de ciudadanía, que debiera ser el marco de consenso universal, el derecho a participar en la vida cultural, reconocido en el artículo 27 de la Carta de Derechos Humanos, establece que toda persona tiene derecho a participar libremente en la vida cultural de la comunidad, a participar de los avances científicos y sus beneficios y a ser valorada por su trabajo.
Esta participación solo se puede garantizar de forma universal a través de la educación y, por ello, es de vital importancia situarla en el centro de las políticas públicas para orientarla a las nuevas realidades y contextos. Pero esta educación debe estar en diálogo abierto y fermental con la ciencia, la cultura y las artes. La escuela debe reconectar con su entorno social, ambiental y económico, abrir puertas a los investigadores y artistas, a los museos y centros de investigación para integrar recursos y compartir experiencias.
En un entorno de incertidumbre, de alta complejidad derivada de las crisis eco-sociales y de sociedades marcadas por el carácter transcultural de sus comunidades, la escuela debería recurrir a la ciencia, las lenguas y las artes desde una perspectiva esencial, holística y universal. No se trata de qué contenidos, especificidades o tipologías, sino de las ideas fuerza de la investigación-acción que definen a estos ámbitos del conocimiento.
Estamos hablando de la curiosidad, la pregunta y la experiencia científica y estética para lograr el aprendizaje significativo y útil frente a la nueva realidad; del pensamiento crítico frente a la desinformación; de la imaginación frente al desengaño y la desmotivación; de la empatía y la capacidad de entender el valor de la diferencia y de la diversidad cultural como vectores que posibilitan la creatividad no solo en el ámbito artístico sino en el social, económico, político y medioambiental.
Estos días estamos debatiendo en muchos foros educativos y científicos el potencial de las nuevas tecnologías vinculadas a la “Inteligencia Artificial” para avanzar en las necesidades de aprendizaje y enseñanza globales. Parece que hay consenso en señalar que la clave para un uso proactivo de estas herramientas es saber hacer buenas preguntas, haber identificado claramente qué estamos buscando y tener recursos de lenguaje y vocabulario para “promptear” con imaginación, rigor, perspectiva crítica e ingenio. Siempre es interesante volver sobre los clásicos para avanzar hacia el futuro. En educación podríamos retomar el método socrático y plantear de nuevo la cultura como una larga y fructífera conversación.
Gemma Carbó es miembro del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI).