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"Lo siento, hijo. Debería haberlo hecho mejor"

José Mª de Moya
Director de Magisterio
7 de abril de 2025
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Imagen promocional de la miniserie 'Adolescencia'. © Netflix

Hay frases que se te clavan no tanto por lo que dicen como por lo que te obligan a mirar. Así termina la serie Adolescencia, de Netflix, con una confesión que golpea por su sencillez y su crudeza: “Lo siento, hijo. Debería haberlo hecho mejor”. Son palabras que no buscan el dramatismo, pero que resuenan como un eco incómodo en quienes acompañamos, educamos o criamos adolescentes.

La serie no se apoya en tragedias extremas ni en caricaturas del mal. Lo que muestra es una familia cualquiera. No hay gritos, ni insultos, ni escenas de violencia. Los padres se quieren, se respetan, se cuidan. Y, sin embargo, algo esencial ha faltado: la presencia auténtica, la atención constante, ese vínculo que no se da por supuesto y que hay que construir a diario.

Esto no significa, claro está, que todos los entornos sean iguales. Sabemos que hay mayor prevalencia de comportamientos violentos en jóvenes que han crecido en contextos marcados por la violencia, el abuso o el consumo de drogas. No podemos ignorar las múltiples investigaciones que lo confirman. Pero tampoco podemos refugiarnos en la idea de que si no hay golpes ni gritos, todo está bien. Porque hay otra forma de daño, más invisible, que es la desconexión emocional. Y esa también puede ocurrir en hogares funcionales, cariñosos, bienintencionados.

Por eso, cuando estalla el conflicto, la sociedad tiende a reaccionar buscando explicaciones extremas. En la serie, alguien pinta “pederasta” en la furgoneta del padre. Como si el sufrimiento de un adolescente solo pudiera explicarse desde lo monstruoso, desde lo aberrante. Como si no soportáramos la idea de que algo así pueda suceder en una familia normal. Porque aceptar eso nos obliga a asumir que todos estamos implicados.

Uno de los momentos más significativos lo protagoniza ese mismo padre cuando dice con total convicción: “Yo pensaba que estaba seguro en su cuarto”. En esa frase se condensa una idea que muchos compartimos sin darnos cuenta: que basta con que nuestros hijos estén en casa para que estén bien. Como si el espacio físico garantizara la protección emocional. Pero sabemos que no es así. Sabemos que, tras la puerta cerrada de una habitación, pueden habitar el aislamiento, la angustia o la deriva silenciosa.

Uno de los momentos más significativos lo protagoniza ese mismo padre cuando dice con total convicción: “Yo pensaba que estaba seguro en su cuarto”

El último plano de la serie es tan sencillo como demoledor. El padre entra, solo, en la habitación de su hijo. La habitación donde ha ocurrido todo, donde su hijo ha pasado cientos de horas frente a una pantalla, y donde él –probablemente– ha entrado muy pocas veces. Es un gesto tardío, casi ritual, que evidencia una ausencia prolongada. A veces, lo más doloroso no es lo que hicimos, sino lo que no supimos ver.

Adolescencia evita tanto la complacencia como la autoflagelación. No hay culpables únicos, pero sí una responsabilidad compartida. Familias, escuelas, instituciones, empresas tecnológicas. Todos tenemos parte en este ecosistema que no siempre protege como debería.

La serie no ofrece soluciones mágicas, pero sí una advertencia clara: no lleguemos tarde. No nos refugiemos en la idea de que “ya está bien porque no se queja”. Estar presente no es estar cerca físicamente, es mirar, escuchar, compartir.

Porque, si no lo hacemos, quizá un día nos encontremos frente a esa habitación cerrada, y ya solo podamos decir: “Lo siento, hijo. Debería haberlo hecho mejor”.

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