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¿Réquiem por una utopía?

Martes, 10 de abril de 2018
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Hace pocos días hemos asistido a la ruptura de un proceso de reconciliación educativa entre las distintas fuerzas políticas que componen nuestro Parlamento. Cuando saltó la noticia del inicio de este proceso de diálogo, fueron muchas las expectativas que se generaron en torno a este. Todo apuntaba a que la presión ejercida por distintos sectores sociales y profesionales comenzaba a surtir efecto. Algo tan obvio y evidente para muchos empezaba a serlo, también, para los interlocutores políticos que debían darle forma. Además, la noticia de esta ruptura, desafortunadamente, ha sido fugaz. No ha ocupado demasiada extensión ni tiempo en los medios de comunicación social. ¿Interesa realmente esta cuestión? ¿Era algo esperado y, por lo tanto, nada digno de destacar? ¿Vuelve a constituir la Educación una “moneda de cambio” entre partidos políticos para otras alianzas de mayor alcance? ¿Constituye una “puesta en escena” que encierra otras finalidades?

Estas preguntas, junto con otras tantas que podríamos formular, deben servirnos de punto de partida no para encontrarles respuestas, sino para reflexionar sobre lo que realmente se encierra en ellas y que, en muchos casos, no parece trascender a lo meramente anecdótico.

La Educación constituye un derecho básico de los ciudadanos contemplado en nuestra Constitución, así como en los distintos estatutos autonómicos. Un derecho irrenunciable, en ambas direcciones, que compromete esencialmente a las administraciones para garantizar su plasmación.

Derecho que se vertebra a través de un amplio marco normativo que se inicia con una ley de carácter orgánico, como garantía de igualdad de todos los ciudadanos, independientemente de sus circunstancias geográficas, idiomáticas, culturales, de género…

La inestabilidad legislativa, en su propia raíz, origina la fragilidad de este derecho básico, quedando sujeto a los vaivenes políticos arbitrarios en una cuestión tan esencial como la formación individual y colectiva de los miembros de una sociedad y, por lo tanto, de su progreso en todos sus órdenes o dimensiones. Esta tarea formativa ha de contar con una sólida base que trascienda a lo inmediato, dado que la Educación tiene un marcado carácter prospectivo y, por consiguiente, fija su atención en el futuro. Futuro que, precisamente, no se puede plantear cuando se carece de una estabilidad, aunque sea mínima, en un plazo medio de tiempo.

Los continuos cambios normativos tienen, además, una incidencia especial en todo lo relativo al diseño curricular, más que en lo estructural. En este último caso, una vez diseñado un determinado “andamiaje” educativo suele perdurar bastante en el tiempo. Los criterios de duración de los periodos de escolarización obligatoria suelen ser el desencadenante de sus modificaciones. Sin embargo, lo curricular es altamente atractivo para el legislador, conocedor del potencial influenciador en las sociedades futuras. No son casuales las polémicas que se suscitan en torno a las materias que integrarán el “menú educativo”; cómo se abordará el proceso de enseñanza-aprendizaje de estas o, con mayor trascendencia aún, cuáles serán los referentes en los procesos de valoración de los aprendizajes. Profundicemos algo más en estas afirmaciones.

No es insignificante el número de materias que integran el diseño curricular y, menos aún, cuál es la composición de estas. Igualmente relevante es la carga horaria que se destine a cada una de ellas. La existencia, o no, de sesgos en esta primera toma de decisiones influye poderosamente, por citar un ejemplo fácilmente transmisible, en el futuro académico y profesional de los ciudadanos, generando unas “predilecciones” profesionales que tendrán su eco en el desarrollo económico del país.

Los modelos didácticos, es decir, la estructuración del proceso de enseñanza-aprendizaje conforme a unas determinadas premisas, facilitarán en el alumnado el empleo de unos determinados estilos cognitivos. Hablamos de la manera en cómo se enfrenta una persona ante los distintos retos que la cotidianidad le va planteando. No incide, como puede comprobarse, solo en cómo estudiar, sino que va mucho más allá.

En sociedades en continuo cambio y evaluación, donde todo es cada vez más “efímero”, no es algo menor definir con claridad y “durabilidad” qué estrategias vamos a transmitir a nuestros alumnos y alumnas para hacer frente a unos retos desconocidos.

Junto a la importancia de los planteamientos didácticos, resulta relevante la cuestión de la evaluación. No solo por su trascendencia social, sino porque condiciona a estos propios planteamientos: “dime cómo evalúas y te diré cómo enseñas”.

Cabe destacar, de idéntica manera, las comparativas internacionales en cuanto a los resultados de las pruebas externas del rendimiento del alumnado en distintos ámbitos. Difícilmente, es posible ir reduciendo las distancias con otros sistemas de nuestro entorno cuando no se conservan unos parámetros mínimos de estabilidad que posibiliten valorar los aspectos positivos y, también, aquellos necesitados de mejora.

Esta inestabilidad curricular, sujeta además a los matices autonómicos que se les quieran añadir, no propicia la coherencia en los diseños didácticos, con lo cual se generan incertidumbres en el alumnado, las familias y el profesorado.

Igualmente, los distintos intentos de modernización de los centros educativos se ven, en un número importante de ocasiones, interrumpidos antes de haber tenido un mínimo de­sarrollo que posibilite su adecuada evaluación. Estas iniciativas innovadoras reclaman “un reposo” curricular para objetivar su utilidad. Todo ello al margen del agotamiento profesional y de recursos que supone. ¿Cómo cabe plantearse una digitalización de los centros, pongamos por ejemplo, cuando la potenciación de la presencia de las tecnologías del aprendizaje y el conocimiento están sujetos a la volatilidad de las iniciativas en materia de política educativa? ¿Qué diseño y financiación adoptan? ¿Cuál es el recorrido que van a tener?

Esta misma línea discursiva es aplicable a cualesquiera de las iniciativas de cambio emprendidas: incorporación de nuevas estrategias para el aprendizaje de lenguas extranjeras, desarrollo competencial del alumnado…

A ello habría que sumarle la cuestión de los modelos organizativos, de gestión y dirección, acordes con las orientaciones curriculares asumidas.

La cualificación y la selección del profesorado, pieza clave en la consecución de una Educación de calidad, resulta complejo el hecho de llevarlas a cabo cuando no se tiene definido un modelo educativo. ¿A quién seleccionamos y para qué? ¿Qué formación deben recibir estos profesionales de la enseñanza? ¿Cómo valorar su capacidad docente? ¿Qué mecanismos de desarrollo profesional han de ser establecidos?

Volviendo al origen de esta crisis de entendimiento en la parcela educativa, cabe señalar que las inversiones económicas han de estar orientadas a un fin, o mejor dicho, a la realización de un proyecto. Deben responder a las líneas maestras de un sistema educativo concreto. Difícilmente, es posible determinar cuál debe ser la cuantía de la “factura” educativa si previamente no ha quedado definido el modelo, las metas que se pretenden alcanzar. Mayores inversiones económicas no conducen, necesariamente, a una mejora en la calidad de la oferta. Es complejo intentar construir careciendo de planes.

Carlos Marchena es director de la División Educativa de Grupo Anaya

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