La familia es el primer agente socializador en la vida de un niño, y representa el ambiente en el que se dan los primeros pasos del aprendizaje sobre los que reposará su personalidad. El papel y trato de esta será decisivo para que cada niño pueda participar de forma activa y autónoma en la sociedad.
Según el legado de la pedagoga italiana, Maria Montessori, el principal objetivo del niño en sus primeros años es conquistar su independencia. Ella divide el concepto de independencia en tres subtipos. La primera es la independencia física y biológica, con la que se adquieren capacidades como caminar, moverse, comer y vestirse de forma autónoma. La segunda es la independencia intelectual, en esta etapa se alcanza la capacidad para pensar y razonar por sí mismo. La última es la independencia social y emocional, con la que aprende a desenvolverse en la sociedad. Se alcanza plenamente entre los 12 y los 18 años, aunque se inicia antes
La independencia social y emocional consiste, entre otras cosas, en aprender a comunicar las emociones y resolver desavenencias con el entorno. Son capacidades complejas que están en constante evolución a lo largo de la vida. Por ello, en las primeras etapas, un buen acompañamiento del adulto es sustancial, especialmente en la resolución de conflictos.
Cuando surgen peleas entre niños el adulto tiende a intervenir queriendo, inconscientemente, imponer una solución rápida al conflicto. Lo que el niño interpreta como una falta de confianza en él y se traduce, a la larga, en dificultades para poner en práctica sus propias herramientas resolutivas.
Cuando se interviene directamente se les está quitando la oportunidad de aprender a resolver con sus propios recursos y criterios. Según la Doctora Montessori, toda ayuda innecesaria es un obstáculo para el aprendizaje por lo que la situación sería la misma que para otra tarea como calzarse o vestirse.
¿Cómo intervenir y cuando?
Si el conflicto está generando mucha tensión y parece que no consiguen salir, está bien acercarse y sugerir con calma que la mejor forma de resolver los problemas es con las palabras, así como transmitir confianza en su capacidad para hacerlo. Se sabe que mostrar confianza en sus capacidades afecta positivamente a su autoestima.
Si el conflicto llegara a las manos, intervenir es una buena idea. De forma serena y respetuosa se recuerda que, aunque se esté muy enfadado, es mejor resolver los conflictos hablando. La función del adulto aquí será crear un espacio en el que puedan resolver el problema, desde el amor y la escucha, con sus propios recursos. A ser posible lo ideal es sentados y que puedan mirarse y tocarse en cualquier momento.
Es importante a partir de aquí dejar que se expresen, animar a que exterioricen sus emociones, recordarles que es importante que respeten los turnos de palabra, así como evitar a toda costa imponer una solución al problema.
De esta manera, se demuestra que se confía en ello y se permite que aprendan de manera orgánica a relacionarse, a comunicar y a solucionar sus propios conflictos.
Según la edad que tengan, se recomienda adaptar estas directrices a su capacidad de compresión y gestión de emociones, especialmente con el vocabulario, los ejemplos y el tono que se usa.
A corto plazo, mejorará el ambiente y la convivencia en casa o en el aula. A largo plazo, los niños y niñas se desarrollarán como adultos empáticos y con capacidad para gestionar sus emociones, lo que repercutirá en relaciones personales, familiares y laborales más sanas y felices.
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